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Sobre las alas de una confesión,
por Gustavo Batista Cedeño


Sobre las alas de una confesión

El Museo del Louvre y su pirámide | Foto: Internet

Agonizamos bajo los efluvios del sol de la censura y la invectiva. La verdadera crítica, la que proviene de seres excepcionales y no sólo pone su deseo en la llaga de los defectos sino que también lo coloca sobre la frente de las excelencias de lo creado, al menos, en Panamá, no existe.

Quien hiere con la espada de un verbo acicalado, sobre todo al criticar las pinturas —donde de doscientas palabras escritas, diez son comprensibles y asimilables— suele ser, en la mayoría de los casos, aquel que nunca ha libado a cabalidad lo último de una galería, desconociendo que en aquellos que se debatieron con los lienzos y pinceles, bullen emociones, sentimientos e intenciones.

Para ser un enamorado del arte, la formación artística ha debido ser, forzosamente, requisito indispensable. No quiero decir con esto que sólo pueden señalar una obra de arte quienes se hayan paseado por los lóbregos pasillos de Louvre, El Prado, la National Gallery de Washington o la Galería Tate de Londres. No caigamos en el extremismo, pero separar lo falso de lo imitado; lo superfluo y accesorio de lo que realmente tiene calidad, no es únicamente oficio de académicos. Si bien es la obra creada la que tiene la última palabra, hay una voz en lo más íntimo del hombre que le dice: "esto es hermoso y sublime".

Y del coliseo de nuestra literatura ¿qué? En él, poetas, dramaturgos, cuentistas y novelistas —verdaderos gladiadores de los últimos tiempos— se acuchillan en pugna infernal por prestigio y supremacía.

Se habla de poesía negra, poesía de barrio marginal, poesía aburguesada, poesía de izquierda y hasta de poesía capitalista. La poesía, señores, es una, y en el mejor de los casos, es buena o mala.

Intentar publicar en nuestro medio es pretender que de los cocoteros broten naranjas. Sólo logran hacerlo algunos y en determinadas instituciones, lo que equivale a decir que sólo ellos pueden hacerlo cuando se les antoje, puesto que tienen la sartén cogida por el mango.

Recuerdo a mi profesora universitaria de sicología, cuando subrayaba que "en el mundo podían existir muchos Alberto Einstein, sólo que no todos tendrían los medios y las circunstancias propicias para serlo". ¡Cuánto literato, me pregunto, pintor y músico fallece en sitios escondidos de nuestros lares? ¿No será más productivo rescatarlos hoy? ¿O acaso gozamos en las reivindicaciones futuras de estos personajes cuyas creaciones no supimos —o no quisimos— comprender?

Otros, más osados, publican por medios propios y titulan sus escritos, independientemente de si lo publicado es bueno o malo, como "literatura panameña".

"El poeta tiene que prostituirse", me dijo cierto día un poeta panameño (realmente no sé que connotación le daba él a la palabra prostituirse), "arroja pintura sobre un lienzo y tendrás una excelsa creación pictórica", me comentó un joven pintor. Y ¿qué? ¿Son éstas las concepciones estéticas, el solio artístico y sagrado sobre el cual descansan los creadores panameños y desde donde agitan sus cetros y coronas?

Otros hay que miden la calidad artística en base al centro de estudios al que asistió tal o cual escritor, pintor o dramaturgo. Si es egresado de un centro estadounidense, "no tiene sentido asistir a su exposición", si, en cambio, proviene de un centro europeo "quizás tenga algo novedoso que ver"; y si éste o aquél todavía no tienen un doctorado en letras, "no tiene sentido leer sus versos".

El Miró te cubre de gloria y hasta dibuja en el rostro de los ganadores un rictus angelical propio de los semidioses griegos. ¿Pero, quiénes fueron los jueces que evaluaron tu creación en esa oportunidad? Para asir los laureles de este premio, en Panamá existen dos vías: O tu obra es excelente, o son excelentes amigos tuyos quienes tienen la misión de juzgarte. Este último camino ha sido el más transitado en los últimos años. Círculo vicioso que, si a tiempo no acabamos con él, a tiempo sabrá él acabar con la poca producción de nuestros escritores.

Los recitales no son sino reuniones de cuatro amigos, puesto que los enemigos, que son muchos y a quienes la envidia obnubila, no acudirán a escuchar tus poemas aunque sepan que han sido postulados para el Nobel o el Cervantes.

¿Quién se atreve a agorar los dictados de su compasión pretendiendo que en ese torbellino de caníbales, la cultura panameña alcance derroteros firmes y seguros?

Nuestro estrecho mundo artístico está lleno de Góngoras y de Quevedos (que no de plumas excelentes e ingeniosas) sino de dimes y diretes, hipocresías y pendencias.

Tienen ustedes, artistas panameños, las riendas de la cuadriga. Ahora mismo los caballos se desbocan por rutas diferentes, porque quienes tiran de ellos no saben, realmente, hacia dónde dirigirse. Y lo triste es que hasta los más jóvenes, que deberían tomar lo bueno de todos los que les han antecedido, llevan ya el germen de la ponzoña y la maledicencia.

Se te desafía abiertamente si osas decir que no te enloquece el trabajo artístico de alguien; y hombres y mujeres, sin importar su condición, pretenden irse a las trenzas como dos niños insensatos, para de esta forma, valorar la obra de arte que han hecho. No exageramos. Es la verdad.

El mundo capitalino tiene su atmósfera cultural propia, mientras tanto, el interior (que ahora resulta que para algunos cuenta) no hace otra cosa que consumir los mismos platillos (estos son los mismos tamboritos), cosa que es grandiosa y plausible, pero, ¿y lo otro qué? ¿Acaso no hay derecho a degustar otros manjares como un buen concierto de la Sinfónica o una retrospectiva pictórica de los grandes: Chong Neto, Trujillo, Dutari, Juan Manuel Cedeño y otros que se me escapan? No todos podemos ir por un fin de semana al Valle de Antón, para escuchar un fragmento de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, o viajar exclusivamente a la capital, pagar veinte balboas en el ATLAPA para disfrutar la agilidad de los bailarines de Kirov. ¿Para quién es la cultura en Panamá? ¿Es la misma para todos?

La mitología india propone como símbolo del escritor al pájaro y la griega presenta al Pegaso como símbolo de la inspiración poética. Desconozco cuál ha de ser el símbolo para la literatura panameña.

Quería terminar estas líneas sin tener que recurrir a la cita de algún texto ajeno, pero no tengo otra alternativa que hacerlo y por eso, quiero recordar aquel título de Neruda Confieso que he vivido. Yo, particularmente, hoy, "confieso que he confesado el fuego de una brasa que hace tiempo llevaba conmigo".


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Gustavo Batista Cedeño

Publicado en la sección Asteriscos del Diario La Prensa. Sobre las Alas de una Confesión. Panamá: Diario La Prensa, 14 de abril de 1990. Pág. 2B.


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