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La palabra no fue dada como una moneda
celeste.
La recogimos del tiempo y ha de volver a
las plazas
con su harina clara y su aliento de uva
en forma de alimento y reposo primario.
Salió de las panaderías, de las grutas,
su rostro estuvo bajo la luz asida
sin peluca y maquillaje y pestañas de
camello,
dándose al hombre como un sexo de esposa,
exactamente como una cadera de gozo y
abundancia.
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Pero a la palabra la hicieron oscura,
la pasearon en paños menores
y pequeños seres peludos entraron
en su cuerpo con joyas y venéreas.
La palabra dejó de ser el día cuando llegó
la noche,
estuvo bajo mil candados encerrada en su
litera
bajo un largo tratamiento de penicilina
testaruda,
en una cuarentena de posguerra ya
bastante larga,
adorada por viciosos y snobistas,
muchachos viejos
y gozosos de aceptar una prostituta
y no una esposa en su lecho de mártires
drogados.
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Ahora la palabra toma un rumbo cierto,
puntual,
abandona la cárcel, deja de mirarse en los
espejos,
se divorcia de sus amantes drogadictos,
los pequeños dioses sin alas empollando
huevos de tortuga en los recitales
de damas encopetadas y viejas con rostros
de ciruelas pasas y Archivo de Indias.
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Ahora la palabra sale a caminar sin
taparrabos,
lo suficientemente buena como para ser
amada,
se distribuye como el pan en las tiendas de
pueblo,
a la salida de las escuelas y los cinematógrafos.
Se da al hombre como se da una guitarra o
una lágrima bordada en el pañuelo, en los
signos de una mano cuando la noche se
desploma bocarriba y agrieta la esperanza
en el mantel de las mesas.
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Es nuestra la palabra y también su filo de
piedra.
En la boca de los niños es magia, dulce
módulo lunar acunizando,
y en el hombre saludo estatuario a la
vendimia,
a los bosques del sonido nocturno
y al metal aposentado en la corteza
terrestre.
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Del Libro: Los pájaros regresan de la niebla
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