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Cerca de la quebrada, junto al camino,
entre enanos ciruelos y altas palmeras,
está la humilde choza del campesino
por cuyas guaduas trepan enredaderas.
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Mientras que el rudo mozo lejos trabaja
y de sudor el suelo deja regado,
su mujer teje cestos de tosca paja
que va a vender los viernes en el mercado.
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No hay tocador de mármol en esa alcoba
ni es bruñido el armario, ni tiene espejo;
El tocador es un banco de caoba
y reemplaza el armario un baúl muy viejo.
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A falta de perfumes, silvestres flores
de las que crecen cerca de su ventana,
suavemente saturan de sus olores
las ropas de esos hijos de la sabana.
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Un cajón, cerca al lecho, de altar oficia
y ante una santa imagen de los Dolores,
porque la suerte siempre les sea propicia
la campesina pone velas y flores.
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Afuera de la choza se ve una cesta
mullida con cobijas y blanda almohada
en la que una criatura duerme la siesta
bajo la fresca sombra de la enramada.
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Y al declinar la tarde, la campesina,
abandona el trabajo, guarda el tejido;
toma al hijo en sus brazos y se encamina
presurosa al encuentro de su marido.
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Bogotá, 1894.
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