Grabaron juntos en el viejo almendro
dos corazones y un dardo entre ellos
jurando con un beso amor eterno
y el compromiso de casarse luego.

Pasados meses del feliz momento
partió a estudiar a tierras muy lejanas,
renovando promesas que se hicieron
mientras ella, custodia del cariño,
confiada esperaría su regreso.

La distancia y los años raudos fueron
borrando los recuerdos de esos tiempos
los planes de un futuro que se hicieron
cuando en carta enviada desde lejos
rompía la espera larga y el silencio.

Le daba gracias por aquellos años
felices que colmaban sus recuerdos
pedía perdón y olvido al juramento
que promesas de niños no eran serios
que ya era un hombre con amores nuevos
pero que a ella jamás olvidaría
porque siempre sería su amor primero.

Confusa, atormentada, adolorida
por los años de espera que se fueron
rumió en silencio toda su amargura
y herida entonces por aquel desdeño
frente al viejo árbol del primer encuentro
rasgó la carta, lo maldijo luego
borró de la corteza del almendro
su corazón y el dardo que había entre ellos.

En la estancia lejana y solitaria
encerrada en su lúgubre morada
de la pobre mujer todos se acuerdan
porque en las noches frías de invierno
temerosa la gente de aquel pueblo
ve aparecer su lánguida figura
rondar el árbol junto al cementerio.

Y al revivir los viejos, los recuerdos
de hechos que un día de boca en boca fueron
con tristeza comentan los sucesos
y cuando pasan frente al viejo almendro
y ver allí borrosas cicatrices
de un solo corazón de dos que fueron
por aquella mujer elevan rezos
tal vez porque sumida en su locura
espera del galán un día el regreso
haciendo realidad inútil sueño.

Del libro: Otoñal