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Muerte Anónima,
por Roberto McKay

Ha muerto Juan González.
Se cayeron las hojas de su patio limoso y proletario
murió con la quijada rota.

Tenía una soga en la garganta.
el rodillo se quema en la pendiente roja
del laurel guerrero.
La naranja en su pelo, en su boca la sed.

Juan González ha muerto.
Le abandonaron 1, 2, 4, los hijos de su piel.
La miel se derritió por su cueva de angustia
le abrieron los huesos y los dientes.
La clorofila se le fue confundiendo con la sangre
hasta tenerlo en su hoguera.
Se le consumió el seso.

                                La lengua estaba huyendo

Murió con la quijada rota.

En la vereda lloran las piedras y los mangos,
las cañas amapolas,
las lunas difundidas,
las palmeras calladas, las yeguas patizambas.

Se cayeron las hojas de su patio limoso y proletario.
La cruz le fue cegando la mirada de arcilla.
Una cintura blanda le cubrió las entrañas,
una lluvia de arena se metió en su persona.

Juan González cayó.
Se cayó de la soga enamorada y hueca.

Su maletín de pulpa desconocida fue
saqueado por el fin de la rueda.

Le temblaban las piernas: los muñones lloraban
una bandera roja,
una paz, un camino de alondras.

Murió con la quijada rota,
cuando gritaba el vino de sus rocas.

Tenía en la boca una enredadera de ansias,
una esfinge de viento, un coral en la mente.
Cómo decirlo todo, cuando tenía la uña
hecha un incendio, unos versos la playa de su aliento.
Cómo avisarle al semen fecundo de la esposa,
cómo mirar sus ojos brotados por el llanto,
cómo calmar su hambre de fusiles y de besos de plomo,
cómo calmar su hambre de frutas, de cama, de gaviotas.

Juan González murió
con la cara en el aire,
con la soga mordiéndole las venas
y sorbiendo su jugo proletario.

Murió con la quijada rota.
Tenía entre las pupilas una amplitud de mar.


Del plegable: Muerte Anónima.


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