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LA SEMILLA SONORA,
por Álvaro Menéndez Franco


Semilla – Foto: Internet

Cuando el río Bayano crecía porque en las montañas la lluvia caía durante largos días y húmedas noches llenas de música y ruidos de animales y animalitos, la temperatura se volvía muy fría, muy fría.

Nuestras abuelitas encendían el fogón de tres piedras negras de tizne y cenizas grises y ponían agua a hervir para preparar una bebida que le decíamos "té de naranjos". Con esa bebida y un poco de rapadura resistíamos el frío que cual cuchillito invisible se colaba por nuestros débiles cuerpos y nos zajaba las carnes.

Nuestros papás encendían pipas de tuza de maíz y en la oscurana parecían extrañas luciérnagas y cocuyos rojos mientras el cielo se coloreaba de morado, violeta o azabache.

Abajo de nuestro caserío, por los barrancos, el agua del gran Río Bayano metía un fuerte ruido como si un millón de llantas corrieran sobre guijarros y esmeraldas o cuarzos del fondo y ese gran ruido, esa bulla de aguas, nos encogía los corazoncitos como si fueran hechos de tela.

Los campesinos de Loma Larga que así se llamaba nuestro lugar no dormían bien. Nosotros sí, como una camada de michos. Ellos no porque tenían miedo de que las aguas del río crecido fueran a alcanzar altura y arrasaran los sembradíos, los ranchos y a nosotros mismos.

Iban los labriegos de sus campos de siembra o a sus parcelas tarde en la mañana, húmedos y con movimientos ágiles, para entrar en calor después del "almuerzo" que consistía en arroz y una presa de carne de conejo, venado o res. Y un pocillo de oloroso café retinto cuyo olor aromaba los ranchos.

Por la tarde volvían antes de que la pollera negra de la noche envolviera en sus encajes el paisaje húmedo de lluvia lenta, como cristalitos que caían, caían, caían...

Los abuelos cuidaban a sus nietos. Nuestros padres también nos protegían pero la población entera tenía los ojos puestos después de los niñitos en los animales: tres bueyes, dos vacas y diez caballos y uno que otro animal de corral.

Nos gustaba ver al Río Bayano ponerse manso, aplacarse. Primero semejaba un potro rojo, grande y largo. Después una yegua gris después un potrillo celeste y finalmente un estanque de plata gris mientras que sus formas de animal se perdían dentro del espejo de las aguas mansas.

Manso ya el río bajábamos en parvadas, como gorriones o conejitos. Corríamos, gritábamos, hacíamos pelotas de barro y jugábamos a la guerra.

Ya en la orilla, nuestros ojos se abrían admirados mientras veíamos todo lo que la furia del río había depositado en las riberas: troncos partidos, plantas de flores muy raras, sardinas pequeñas, peces de cola rosada, lagartos no muy grandes, hojas, piedras y barro.

Lo que más nos gustaba eran los largos bejucos secos de cuyas puntas colgaban unas semillas parecidas a los güiros de baile, en forma de corazones planos, de color rojo oscuro. Esas semillas las recogíamos entre risas y bromas inocentes y olvidábamos entonces la guerra de barro de momentos anteriores y todos éramos una gran familia de niños alegres..!

La cantidad de semillas era tal que hasta los viejos de la aldea enviaban por algunas. Las frotaban contra lajas del río o contra piedras o bien las ponían cerca de las flamas del fogón y después las iban acercando a ciertas enfermedades de la piel. Eran medicinales y ayudaban a desinflamar las heridas.

Después de las clases, en la escuelita de quincha con techo de tejas, edificada por todos los hombres y mujeres de la ranchería, íbamos abriendo huequitos a las semillas. Dos hoyitos en la parte de adelante, lo que nos hacía pensar que la semilla se convertía en un gran botón de ropa y otro hoyuelo en la juntura de arriba. Poco a poco le sacábamos la pulpa blanca a las semillas. Durante días hacíamos así y la comida que salía de las semillas se la tirábamos a las sardinitas en los estanques que el río dejaba en los bajíos.

La aldea parecía estar de fiesta por las noches puesto que las semillas se convertían en pitos y flautas con solamente soplar por el agujero de la juntura y dejar escapar el aire por los otros huequitos moviendo con rapidez los dedos.

Durante muchos días duraban las sinfonías y conciertos hasta que los abuelos y los padres se molestaban y las semillas sonoras iban desapareciendo o en las aguas por donde bajaron o las llamas del fuego del fogón de las abuelas. Era que no soportaban esos gorgoritos que imitaban ranas y avecillas.

Han pasado muchos años desde entonces. Y hoy contemplo el lugar donde mi niñez inocente se abalanzó sobre esas semillas sonoras que nunca más he vuelto a ver. Hoy funciona aquí una gran hidroeléctrica que contribuye a llevarle luz a muchas casas de pobladores de todo el país.


PREMIO MEDIO POLLITO 1980
ÁLVARO MENÉNDEZ FRANCO
Ediciones Instituto Nacional de Cultura, Panamá, 1981


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