La Parábola del sembrador
Me escapé de la cárcel por mí mismo, sin auxilio de nadie; me escapé por el amor ingénito, irresistible, a la libertad; por mi temor también la humillación que sabía deseaban imponerme, y, el propio modo, por mi anhelo de huir lejos, muy lejos, decepcionado ya, hasta lo hondo de mi alma, por los horrores que había visto, y que no figuraban en mis ideales de revolucionario… Me escapé y huía de los hombres, internándome a pié en los bosques, más y más. Suponía que me buscaban como a un jabalí, y me perseguirían hasta el último confín. En efecto, un destacamento habían enviado en pos de mí. El Comandante Jaén, era su jefe y lo había dividido en dos pelotones para envolverme, sorprenderme y apresarme, el uno siguiendo mis huellas, por donde se había emprendido mi fuga, al mando de un campesino de nombre Miguel Robles, y el otro, dirigido por el mismo Jaén, por donde se suponía que podía salir yo. Los dos pelotones debía encontrarse en la aldea de Gatú.
El cuarto día en la mañana, me encontraba yo en un rancho, en los barrancos de la izquierda del río Santa María, dejando que mis vaqueanos secaran mis vestidos en el fogón de la cocina. Acababa de cruzar a nado el río crecido, desbordado, sobre los mismos barrancos, y no bien vestido de nuevo, con los vestidos todavía húmedos y olorosos a humo, oí varios tric-tracs de arma de fuego que montaban como para disparar. Alcé mis ojos y me vi rodeado de soldados. Su jefe se acercó a mi mientras los soldados me apuntaban y mientras yo guardaba en el bolsillo del pecho de mi camisilla de lana mis anteojos, y me dijo:
-Dese preso!. . .
-Me toman pues, repuse, por algún godo? Esto sí que es extraordinario. Yo soy (lo que primero se me vino a la mente) el Capitán Juan Bautista González, del Batallón Tolima, y sigo a las Minas del Remanso, en busca de carretas para cargar parque del Ejército (yo sabía que el Ejército tenía esa necesidad).
-No importa, replicó el que hacía de jefe, dese preso!. . .
No hubo más; era imposible entrar en réplicas y discusiones. Vi la determinación invariable y definitiva de apresarme, y en un estado lamentable de desesperación, dejé hacer.
Nos pusieron a mí y a mis dos vaqueanos en fila para marchar, así: primero un soldado que hacía de guía, y después de éste uno de mis vaqueanos, en pos del cual irían tres soldados y luego de éstos el otro vaqueano y tres soldados más cuidándolo y por último yo, con mi larga cabellera sin cortar hacía cinco meses, y con mi barba ibídem, con el Jefe, Miguel Robles detrás.
Anduvimos así en dirección a Gatú por más de una hora por un camino que era a veces un sendero.
Como yo soy miope y andaba sin anteojos, hubo un sitio, en un recodo del camino, el cual perdí de vista a los que me precedían, y en lugar de seguir por el sendero tomé un deshecho que pareció un camino amplio y claro. El Jefe Robles que venía un poco atrás, pero teniéndome siempre a la vista, me gritó con todos sus pulmones:
-Por hay no, dotor. . .
Yo me quedé abismado al oírme llamar doctor, pensando en que, no obstante mis protestas de no ser godo ni otra cosa que un simple Capitán del Ejército Liberal, y con todo y mi barba, mi luenga cabellera y mi falta de anteojos, estaba perfectamente reconocido. Me detuve y me volví hacia el guardián que avanzaba y le dije:
-Doctor me llama usted, señor Oficial, por quién me toma?
-La verdad me dijo, es que yo no lo conozco a usted. Es aquél que va alante el que dice que usted es el doctor Porras, que lo conoció en Panamá cuando él era aguador de pipote allí y le vendía agua diariamente. Por mí ojalá pudiera conocer al dotor.
-Por qué quiere conocerlo usted? - le repuse con cierta inquietud.
-Porque él fue servicial y bueno alguna vez con una hermana jembra mía que vive en Panamá. Los Robles de San Francisco no podemos olvidar eso y somos todos de él. Aquí estamos en la Revolución, por él. Pelearemos por él. . .Todavía no lo hemos visto., pero le serviríamos con todo el corazón.
A medida que hablaba Robles me parecía entrever, como un rayo de esperanza, la puerta de mi escape y de mi liberación; pero me abstuve de confesarle la verdad. Un preso en fuga vive en el temor, en la desconfianza de todo el mundo, refrenado por la más refinada prudencia, y esperé nuevas revelaciones y nuevas circunstancias.
Mi miopía no me dejaba ver el paisaje de alrededor; pero por los cantos de los gallos comprendía que ya nos encontrábamos en la aldea de Gatú, y me sentí aterrorizado, pensando que allí debía estar espetándome ya el Comandante Jaén, un enemigo que me había echado cuando de mis mocedades había tenido la crueldad, propia de jóvenes, que escriben siempre críticas al comenzar su carrera literaria, de motejarle una obra en la cual figuraba la cacería de un tigre manso y burlón.
Llegamos a una casa y por lo que oí hablar a los soldados, ya llegados, con el Jefe Robles de nuestro pelotón, comprendí que el Comandante Jaén no había llegado aún y mi temor se calmó La familia de la casa eran los Pugas y González, enlazados; pero no estaban en ella sino puras mujeres simplemente. Los hombres prestaban servicio en el ejército o andaban en alguna comisión. Todas esas señoras, jóvenes y viejas, de bella presencia, de cultura, que daban testimonio de su posición y de su valor social, salieron a mi encuentro con muestras de cariño, haciéndome comprender que estaban impuestas por los delanteros, entre quienes estaba el que decía haber sido aguador en Panamá, quién era el preso de consideración que llegaba.
Sin duda no podía seguir fingiéndome un mero Capitán. Estaba reconocido y perdido!. . . Mí. emoción era tan grande y mi imaginación tan excitada que ya me parecía oír golpear en el camino gredoso los cascos de los caballos a puro galope, del pelotón del Comandante Jaén que se acercaba. Definitivamente me iban a tomar y amarrar, como un gran criminal, y a llevarme entre dos filas de soldados hasta las llanuras relampagueantes de Aguadulce. . .
No me pude contener y les hablé así:
-Supónganse señoras, que estos hombres me toman por el doctor Porras y con orden de aprehenderlo me han apresado a mí y me llevan Aguadulce. . . El doctor Porras!. . . El Jefe del Partido Liberal! El que organizó la invasión, el que abandonó posición, bienes e hijos y se vino por llamamiento de sus amigos al Istmo a exponer la vida y a sacrificarse por ellos y por su Partido! El Dr. Porras! El que triunfó en Bejuco y se tomó el Vigía y decidió la victoria en Aguadulce, el compañero de los humildes soldados opuesto a los azotes. al reclutamiento y a las violencias. . . El Dr. Porras, aherrojado en una cárcel con puertas y ventanas tapiadas, sin luz, incomunicado todo el tiempo, sin poderse bañar, afeitar, ni cortar el cabello, sujeto siempre a la dieta de una ración. . . . Cómo puede ser?. . .
En este punto Miguel Robles, el Jefe del pelotón, comenzó a secarse los ojos y las mujeres de la casa comenzaron a llorar. Oh sensibles y nobles corazones!
Me pareció llegado el momento de poner a prueba definitiva sus fibras más recónditas y sacando mis anteojos del bolsillo del pecho de mi camisilla de lana y poniéndomelos, les dije al fin:
-Efectivamente, soy el mismo doctor Porras y ahora, Miguel Robles, que me lleven a Aguadulce y me fusilen como un miserable traidor! ! !
Miguel Robles el jefe del pelotón, el hermano de la hermana hembra con quién había sido yo servicial y bueno alguna vez en panamá, Miguel se precipitó sobre mí con los brazos abiertos gritando:
-Nunca! Nunca! dotor. Moriríamos con usted todos los Robles de San Francisco!!
Y todos me abrazaban, después de Miguel los soldados, los peones de la finca y las señoras jóvenes y viejas de las distinguidas familias de los Pugas y González.
-Váyanse, pues, grité; váyanse antes de que llegue el Comandante Jaén, váyanse, muchachos.
Y con un último abrazo se fueron todos, inclusive el que se decía aguador con pipote en Panamá. . . .Un gran silencio reinó en seguida a mi alrededor: quedé abismado en un hondo arrobamiento, pensando en la sorpresa mágica, en la retribución inesperada del bien: discurriendo mentalmente cómo un bien que no había caído a orillas del camino, ni había sido hollado por nadie; ni tampoco entre rocas, ni entre espinas sino en buena tierra; un bien que ya tenía yo olvidado, un bien de los que aprendí a hacer desde niño, leyendo Oh dulce Jesús! tú parábola de Cafarnaum, la del Sembrador ese bien había producido un día su fruto, centuplicándolo, dando ciento por uno, salvándome de la muerte y de la humillación!. . .
Con cuánto placer lo recuerdo hoy, día de tu inolvidable Navidad, cuando se cumplen mil y tantos años de que viniste al mundo, oh amado Jesús! En el curso de mi vida trabajosa y combatida me he convencido de las verdades que enseñaste. Todavía y por los siglos de los siglos de los siglos a venir tus enseñanzas perduran y perdurarán y servirán de guías a los hombres. Tu vida es un ejemplo de cómo debe vivirse: pero tu palabra fue mejor: la luz, el faro por donde debemos seguir. Todas tus palabras fueron revelaciones de la eterna verdad. Todo paso hacia ti mata toda duda: todo pensamiento o palabra o acto por ti nos lleva lejos, sin desaliento, hacia la gloria del bien. Sin ti, como decía Renan, el mismo Renan, la historia sería incomprensible, ¡oh dulce, oh amado Jesús!. . . .
Diciembre 25 de 1922.
Belisario Porras
Cuento publicado en: Revista Lotería Nº 85 de diciembre de 1962.
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