I
Al inicio del semestre, el robusto calvo y buena gente de mi consejero me citó a su oficina.
—Mire, el decano está muy preocupado porque usted no atiende las clases. Quiero que sepa que usted es el primero de su país que ha podido entrar a esta universidad, y el doctor Parker lo aceptó solo porque recibió muchos elogios sobre usted de parte de su ministro de salud; cuando joven, el doctor Parker, trabajó en una campaña contra la malaria en ese pequeño país. Sin embargo, nuestro querido doctor Parker, no dudará en suspenderlo del programa si vuelve a repetir sus escapes sistemáticos, y ¿usted no quiere perder su beca verdad?
—Claro —balbuceé.
—Bueno, tiene que hacer algo; poner de su Parte.
—Hago todo lo que puedo, pero está fuera de mi control. Creo que es un asunto congénito—dije esto realmente sin haberlo pensado.
—¿Cómo es eso? ¡Explíquese! —dijo mirándome con extrañeza marcada.
—Mire, lo que pasa... —En ese momento, pensé que mejor dejaba la explicación a un lado, pues además todavía me sentía algo somnoliento. Pero impulsivamente le conté todo: —Tengo una gran cantidad de piedrecillas en el cerebro, es por eso que no puedo atender las clases.
Como siquiatra experimentado, el robusto doctor evidentemente evitó reírse, pero le había causado gracia la respuesta. Para disimular, después de una pausa, dijo:
—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
—Usted pensará que estoy inventando un cuento para salir del paso —añadí fijando mis achinados ojos entre sus cejas, y enseriando aún más mi delgado rostro.
—No, de ninguna manera —dijo tratando de conciliar; pero noté que había contraído los párpados y los pliegos del entrecejo.
—En mi país —continué—, ya tuve una vez muchos trastornos; al principio mi madre los asociaba con migraña: toda mi familia sufre de migraña, excepto mi hermano mayor, que no sufre de nada, y tampoco mi última hermana que salió autista. En fin, los médicos me diagnosticaron litocefalia neonatal. Esto significa que nací con piedras en el cerebro.
—Sé exactamente lo que significa litocefalia —replicó—, y esta vez le tembló la papada. Acuérdese que antes de licenciarme en psiquiatría tuve que estudiar medicina general.
—Claro —afirmé, y seguí mi perorata—. Por suerte el clima en mi país me mantuvo estable, y cuando comencé a desarrollarme, los síntomas desaparecieron por sí solos.
Esta vez, el profesor multiplicó las arrugas en su frente, y sin dejar de mirarme fijamente al puente de la nariz, con expresión de animal asustado, repuso:
—¿Qué piensa usted del efecto de las piedras en su cabeza en relación a sus ausencias?
—Esa es la causa del porqué no llego a clases.
—¿Cómo así?
—Cuando hay nevadas —continué—y cuando la temperatura baja mucho, no puedo dormir, y si lo logro es casi siempre al amanecer. Al parecer, con el frío las piedras se tornan más compactas, y al contraerse, dejan un vacío en la masa cefálica, y esos espacios hacen que se me desconecten las ideas. Siempre que cae mucha nieve, mis sueños se repiten una y otra vez como discos rallados. Esto consume todas mis energías. Aun si pudiera despertar, estoy seguro de que no tendría fuerzas para levantarme. La última vez, por ejemplo, tenía que estar a las nueve en el laboratorio de fisiología, y antes de dormirme coloqué la alarma, y lo peor, me di cuenta de que la alarma timbraba. ¡Sí, sonó hasta que se agotó la pila! Pero nunca pude desconectar la maquinaria de mi cerebro.
II
Esto que les estoy contando sucedió el primer año de internado. Uno de los asistentes, no tan gordo como mi consejero, dijo riendo como un energúmeno:
—Usted tenía una pequeña cantera en la azotea, pero gracias a nuestros adelantos científicos, lo hemos salvado.
Luego agregó muy desaforado:
—Le he guardado sus guijarritos en un frasco, para que cuando le den de alta usted pueda comprobar por su propia cuenta cuál es el verdadero origen de sus problemas.
Nunca pude ver el frasco porque me mantenían atado de pies y manos. Después, la enfermera que me asignaron, una fula que parecía luchadora de sumo, me dijo con mucha impasividad:
—Ni pienses que te voy a desatar, pues ya he descubierto que tú mismo eres el que te introduces esas sustancias minerales.
No dije nada, pues en verdad no tenía certeza alguna de qué había pasado en esos últimos meses, ni siquiera podía asegurar en cuál estación del año estábamos. Cuando salí del hospital, descubrí que estábamos nuevamente en otoño.
—Usted parece un oso en hibernación —me dijo la enorme enfermera—. Lleva aquí casi dos estaciones.
Luego agregó:
—Cuando le aplicábamos venoclisis, se hinchaba usted como un elefante. Fue el doctor Parker quien personalmente diseñó el procedimiento de su cirugía; le abrió un pequeño orificio en el centro de la nuca y le colocó micro cargas de explosivos en el cerebelo con un taladro láser —dijo vanagloriándose la enorme enfermera—. Así logró extraer todas las piedras de su cerebro.
III
—Lo cómico, doctor, es que cuando regresé al país comenzó a pasarme todo lo contrario. Allá no comía por semanas, pero aún así, me volvía obeso. Lo único malo es que no podía trabajar porque me la pasaba todo el tiempo durmiendo. El joven doctor despegó los ojos de su libreta.
—Siga —dijo el médico con un tono de voz muy grave, mientras se quitaba las gafas de aros redondos.
—Aquí es todo al revés, como y bebo como un caballo; ¡como un camello sería más justo! No lo va a creer, puedo pasarme despierto semanas, con solo un par de pestañeos.
El médico volvió a ponerse los lentes y con los dedos se palmeó los labios; después deslizó su mano sobre la rala barba, sin agregar nada.
—Es lo que no entendí a mi regreso.
—¿Qué es lo que no entendió? —insistió el practicante, y esta vez se masajeó la mandíbula con toda la mano, mirando las notas en las hojas ajadas que tenía en su tabla de anotar.
—¡No me aceptaron en ninguna escuela! son unos imbéciles, nunca pudieron ver las ventajas que les ofrecía. Puedo trabajar las 24 horas, si me dan suficiente alimento. ¿Entiende lo que le digo?
—Voy entendiendo —agregó, y no pudo evitar una leve tensión en el rostro aunque su intención era evitar hacer cualquier gesto contradictorio. Unas gotitas finas de sudor comenzaron a aparecer en su frente bajo el mechón de cabello castaño ondeado hacia la izquierda de la cara. Se mordió el labio inferior, volvió a masajearse la barba, y finalmente dijo:
—¿Y qué piensa que puedo yo hacer por usted? —y relajó el rostro imponiendo una inocente pero ensayada sonrisa.
—Usted debería hacerme su asistente y no tenerme aquí encerrado. Póngame a prueba, doctor, le aseguro que en un año, si usted me da seguimiento, y me suministra comida de la que le sirven a los médicos, y no la basura que dan a los pacientes, podría leerme tres veces la cantidad de libros que a cualquiera de esos medicuchos, incluyéndolo a usted, les ha tomado seis o siete años. Además, doctor, en pocos días podría ayudarle a poner en orden toda esa montaña de papeles de los pacientes. Si me libra de esta camisa, y me saca de aquí, le doy mi palabra de honor de que no le diré a nadie que he descubierto que es esa pila de papeles lo que lo está volviendo loco.
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Autor: Alex Mariscal
Escondite perfecto, Premio Nacional de Cuento José María Sánchez 2007.
Publicado en: Cuentos completos y polifonía de narradores. Edición Conmemorativa. José María Sánchez B.
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