|
|
|
- Buenas tardes, Don Luis.
- Muy buenas, Pablo. |
|
¿Y cuál diablo
te ha traído a estas horas por aquí?
- Que me caso Don Luis, que al fin me caso
y como usted detesta el matrimonio
vengo a pedirle que me dé un abrazo
y que le rece a Dios o al demonio,
cosa igual para usted en este caso.
|
|
- ¡Conque te casas siempre!...
|
|
Hubo tal pena
en la frase del viejo;
se contrajo tan hosco su entrecejo,
que Pablo, que al entrar, iba de vena,
enmudeció.
|
|
Quedaron pensativos…
y en esa hora grave y misteriosa
flotó sobre la estancia silenciosa
un diálogo de puntos suspensivos…
|
|
Era Don Luis de Alcántara un anciano
de altivo porte y clásica perilla,
hermano de Don Juan, el de Sevilla,
que ufanaba de no tener hermano.
|
|
Los hombres le temieron a su espada
y las damas temieron a sus ojos,
que, amando y encendiéndose en enojos,
herían igual su acero y su mirada.
|
|
Pero un día… (¡Quién sabe qué aventura
fatal tuvo Don Luis!...) con la amargura
del que ha probado todos los placeres
|
|
y no halló en nada ni placer ni gloria,
cerró su corazón y su memoria
al vino, y al amor, y a las mujeres.
|
|
Cuando acabó la fiesta de la boda
-que fue un suceso digno de Aladino-
con la triste alegría con que vino
se dispersó la concurrencia toda.
|
|
Pablo, entonces, enlazando la cintura
de su joven y dulce compañera,
tímidamente, por la vez primera,
la besó con un beso de ternura.
Ella perdió la calma,
y mientras se encendía de sonrojos
como una estrella apareció en sus ojos
una lágrima pura de su alma.
Y empezaron a andar, avergonzados,
por los salones, claros como el día,
con aquella dulcísima agonía
de la primera noche de casados.
|
|
Ricas lámparas de ónix; cincelados
jarrones de metal, allí fulgían,
porque bajo mil luces exhibían
su generosidad, los invitados.
Todo lo que la mente imaginara
en un mágico sueño,
allí explendía en competencia rara:
desde el sagrado mármol de Carrara
hasta el limpio diamante brasileño.
|
|
De pronto a Pablo
le llamó la atención
un cofre de tan rara confección
como pudiera imaginarlo el diablo.
|
|
Negro, como una duda que asesina,
sexagonal, pequeño
como ha de ser el ataúd de un sueño,
tenía un enigma de oro en cada esquina.
|
|
Intrigados y mudos, los esposos
quedaron ante el cofre diminuto,
pero ella -¡Al fin mujer!- tras un minuto
de indecisión, posando los nerviosos
deditos sobre el broche refulgente,
abrió la tapa de la caja.
|
|
¡Espanto,
miedo, consternación!
Bañose en llanto
la gloria de sus ojos, y él, en tanto,
sintió helarse el sudor sobre su frente;
porque sobre un revólver que fulgía
y un dije más que un arma parecía
sobre un fondo de raso carmesí,
una tarjeta de Don Luis decía:
“¡Para ella, para él y para ti!”
|
Publicado en La Estrella de Panamá, el 22 de agosto de 1965,
con la siguiente observación:
Un poema escrito por Ricardo Miró hace cincuenta años.
Poesía enviada por la Sra. Elidia de Bolaños.
Gracias Sra. Elidia.
|