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La Fuga, por
José Guillermo Ros Zanet


Francisco Palacios Coronel- Río Róbalo, Bocas del Toro - 2013

El río parla su canción fantástica. Miedo. Sombras. Gritos. Gestos. Es como si algo maligno tomara forma en la infinita negrura del espacio que ahora alumbran tan sólo cuatro cirios presentidos.

–*–

Suma de pasos en medio de la noche, de esta noche en que las cosas se miran como cuerpos inconclusos y se aroman de negras y remotas letanías –del  pez sin corazón y sin arterias, y deshabitados los ojos.

En mitad de la noche, arañas de vientre abultado surgen de un fango pestilente, y mariposas de alas traslúcidas introducen en la sangre una muerte amarilla… Bejucos terribles se tuercen inquietos; huelen la sangre… Silbidos hirientes hurgan el misterio de la noche, y su origen se pierde entre raíces huecas, donde quedará dormitando, en oscuras glándulas, la muerte –amenaza redonda en los ojos de las aves nocherniegas.

–*–

Dos perros flacos, con hiel y ceniza en los ojos, aúllan tras la sangre de un hombre herido que huye. Sangre de piedra milenaria le corre por el brazo derecho, lenta, mezquina; casi negra. El machetazo es hondo y largo, es como una sonrisa fría que dibuja la carne.

Suma de pasos en medio de la noche… Hombre, sombras, gestos… Las hojas son ásperas lenguas a su paso en desequilibrio, que insinúa un doblarse ya cercano… Lleva cal viva en los pies y arena menuda en los ojos. Sueño calenturiento en los ojos. Sueño agrio en los ojos. Sueño lejano en los ojos…

Ahora no siente dolor en la herida; pero le hiede, como si tuviera una gusanera… Pero eso no le importa, pronto llegará al rancho de Pedro Santes. Si se apresura un poco llegará en la madrugada; lo importante es cruzar “Paso Hondo” lo antes posible. Sí, Pedro sabrá curarlo, que para estas cosas tiene buena mano.

Ya está lejos de la finca. ¡Maldita finca! Ya está lejos, bien lejos… ¿Habrán dejado de buscarlo? Que sigan, que sigan; ¡no lo encontrarán! Ya habrán enterrado al viejo, pero aún tendrán alboroto, como que era rico…

¡Empatado!

–*–

Su mujer era sólo para él, y él para su mujer; nadie más iba a tocarla.

Llegó a tiempo a su rancho, y, lleno de cólera, se lanzó a defender lo suyo…, su mujer.

Jamás pensó en matar, pero el viejo, soltando a la hembra, agarró el machete y le tiró un “relance” que por poco le parte el brazo. Fue entonces cuando su brazo sano se levantó solito, esgrimiendo como un signo pavoroso el afilado “colin”. Y …

Chuzo de víbora, el machete, blanco y clarito, cortó la carne y el hueso. Delgado pellejo sostuvo la cabeza que se zarandeó pegada al tronco, como un péndulo que mecían los dedos de la muerte. El hombre –decapitado– permaneció erguido siniestramente unos instantes; agarrábase, instintivamente, el rojo círculo del cuello, donde pequeños manantiales brotaban violentos, tiñéndole los dedos que se hundían en la carne caliente, humeante, en una agonía desesperada; mientras le crecía en el pecho, en extraña floración, una rosa escarlata.

Fueron mil silencios, mil ansias secretas; oculta rebeldía que iluminó de pronto con roja llamarada. Mil nervios y una sangre que se levantaron en la mano de un hombre…

Con el rostro inexpresivo, su mujer le dijo: –Huye , de todas maneras te castigarán…

Y él lo sabía, tenía que huir…, huir… Ellos se encontrarían algún día… La sierra…

Ahora siente una extraña debilidad que le crece en lo más oscuro de su ser, y que le llena el cuerpo como una caricia helada.

Paso Hondo… Crecido. Turbulento… Agua, noche, nada…

Pronto llegará al rancho de Pedro Santes, él le quitará ese frío necio que le golpea a ratos el pecho desnudo; también le curará la herida…, ya no le duele…, no le hiede…, tiene frío.

Allí está Pedro Santes, se ha levantado muy temprano… o… ¿irá a amanecer ya?

Mira con los ojos entrecerrados, porque le pesan los párpados, porque le duelen. La fiebre de la gangrena le pone ceniza oscura en las pupilas y le muerde la carne con dientes de frío… Vive un mundo distinto…, distinto… Noche, sombras, gestos. Nada.

–*–

¡Ahogado!

Mecido grotescamente por la suave corriente del río, enredado en una empalizada, hay un hombre. –Blanca la piel, más blancos los ojos, hinchado–. Le falta el brazo derecho; tiene sólo un muñón de carne blanca, que muerden, voraces y a ratos, las sardinas.

David, Chiriquí, 1948.


Del libro: Las Criaturas Terrestres.



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