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CUNDEAMOR,
por Benjamín Ramón


Enredadera de Sorosí o Cundeamor - Foto: Internet

Me invadió (nos invadió, supongo) una inmensa tranquilidad. El cuarto estaba a oscuras. Las ventanas, pintadas de negro, las había yo cerrado. Se colaban —caminitos de luz— largas y afiladas rendijas de día. Afuera eran como las dos. Adentro el tiempo no existía —¿para qué? Vagamente, como la del sol, se sentía la presencia de nuestra abuelita, en la casa. “Abuelita” la llamábamos. El corazón (y sin embargo era inmensa la tranquilidad) nos latía (me latía) apresuradamente. No sudábamos pero sí nos cubría un frío (¿era la sábana?) como de agua. Era un frío que no se movía, frío que a ratos (justo cuando el corazón parecía latir en la yema de cada dedo) se nos antojaba calor.

Semilla de Sorosí o Cundeamor - Foto: Internet

Después del almuerzo la casa se callaba. El silencio entonces era ancho, alto, enrejado como ella. Y olía a caimito y a jazmín y a cundeamor.

—¿A qué huele el cundeamor?

La prima entonces olía y olía, y le contestaba: Yo no sé pero huele bonito.

¿Bonito?, pensaba él, extrañándose de que el rojo le gustara.

—Huele sabroso —respondía ella, explicándose.

Recogían entre los dos un montón de flores (eran rojas y tenían cuatro pétalos como la rosa marina) y arrancándoles el estambre (de cada una caía entonces una gotita agridulce, como si lloraran), y enlazándolas una con otra, hacían collares tiernos y abultadísimos que él le colgaba al cuello largo, como de Modigliani, y también en las muñecas. Se movía ella entonces como una reina: despacito. Caminaba por el jardín descuidado de la casa; jardín sembrado de helechos, gatitos todavía ciegos y sapos. Tenía la gracia de las garzas, y cuando las guacamayas la saludaban alegremente (¿cómo estás?), ella les contaba.

Todo empezó al mediodía. A esa hora almorzábamos y en la mesa comenzaba yo a mirarte, ¿te acuerdas? Sólo podía mirarte. “En la mesa no se habla” reprendían o la tía o abuelita apenas asomaba una palabra. A veces no quería sino decirte: “Sírveme un poquito de agua”, o “dame las tajadas, ¿si?” pero el dedote índice de la tía solterona se me plantaba allí, amenazante. Dolía, pero aprendiste a adivinarme las palabras.

Cuando terminaba el almuerzo, los hombres y la tía se iban hasta la noche. Abuelita subía a rezar toda la tarde. ¡Cómo rezaba!, ¿te acuerdas?

Daba unas vueltas por la casa. Se sentaba si quería en algún sillón (adentro, la oscuridad suavizaba las cosas: muebles, cortinas y loza), y luego, con él acompañándola o guiándola, subían. (No entraban al cuarto grande de Abuelita pero sí la oían rezar y se reían), y entraban (entonces sí que se sentía el olor del cundeamor) al cuarto de las ventanas con vidrios pintados de negro. Cerraban las ventanas y — ¡era hermoso! — el cuarto se empequeñecía.

Se acostaba y se le deshacían los collares de flores rojas. La cama (la misma donde murió el abuelo, bueno y canoso) se llenaba de pétalos. Parecía un jardín.

Se acostaba él también. No se decían nada. No se hablaban ni en la mesa (la tía se los tenía prohibido) ni tampoco en el patio —húmedo y floreado— mientras tejían los collares de cundeamor. No se hablaban durante la siesta.

Entonces metía él su mano entre las ropas de ella, y ella entre las de él. Se tocaban y así, quietos, quietos y llenos de miedo y silencio, cerraban los ojos, atentos a todo ruido, sin entender. Oían vagamente a Abuelita (“líbranos de todo mal. . .”) y el escándalo de las guacamayas y el susurro del viento entre las hojas del caimito.


Publicado en: Punto de partida. Revista bimestral. Año V, Número 26. Julio-agosto de 1971. UNAM, México, D. F.


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