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Me sorprendió la noche
y en medio del camino
quedé perdido y solo,
temblando de pavor.
No sé. . . . se la llevaron. . . .
Cuando la aurora vino
grité con fuerza: ¡Madre,
te llama el peregrino!
¡te llama, compañera,
el hijo de tu amor!
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¡Y hallé cuán fría y pálida
la luz de la mañana;
había en mí como una
muy cruel devastación;
su nombre repitiólo
no sé que voz lejana
y respondió en son lúgubre
distante la campana
y lágrimas de sangre
lloró mi corazón!
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Los ojos volví entonces:
soñaba que estaría
allí donde una tarde
fatídica y glacial,
la hallé con sus tristezas,
bajo la duda impía,
pensando como Madre
lo que de mí sería,
cuando, quién sabe dónde,
me arrebatara el Mal.
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¿Por qué, sollocé entonces,
por qué demora tanto
la viejecita aquella,
señora del Hogar?
¿No sabe que su ausencia
podrá causarme espanto?
Mojado está el pañuelo
del alma con mi llanto:
¿señora y hasta cuando
le deberé aguardar?
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Ay! su cadáver frío
arrebaté en un beso
y con ternura santa
le dije: ¿volverás?
Del bosque extraño y solo
por el sendero espeso
huí como azorado
¡y con mi muerta en peso
anduve, anduve, anduve,
y anduve mucho más!
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¡Qué amargo fue el instante
final de la partida!
Con ella fui hasta el puerto;
mi amor la dijo adiós.
Y al alejarse, mi alma,
cuando emprendió la huida,
juzgó su ausencia un crimen,
se obscureció mi vida,
apostrofé a las sombras
y tuve miedo a Dios!
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Publicado en: Nuevos Ritos, año 2°, número 39, Panamá, 15 de noviembre de 1908.
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