ADOLFO GARCIA
(Fragmento)
Vibró el clarín de guerra en los confines del Istmo; hoscas nubes entenebrecieron el firmamento político de la Patria; y todos,—los de la cumbre y los del llano—, sintieron excitarse el coraje en ellos ingénito y, enarbolando banderas de odio, corrieron en compactas legiones a batirse, con ese quijotesco heroísmo; con ese alto y a veces errado concepto del honor ultrajado; con ese vehemente espíritu de batallar, con todas las pasiones casi irrefrenables, que adquirieran con la sangre del bisabuelo hispano, que a su vez las heredó de los impulsivos antecesores godos.
Y acudiendo a la voz de las cornetas, el bardo de las exaltaciones impetuosas; el lírico en quien parecían reconcentrarse el ardor de nuestros picantes mediodías, la tristeza de nuestros solemnes crepúsculos vespertinos; el blando gemir de las brisas de nuestras plácidas noches y el orgullo y la sonoridad de nuestros mares, partió para el campo de fuego, alta la frente, erguido el pecho, tal vez llevando comprimida en los labios alguna protesta y tibio aún, en el corazón, el cadáver de la ilusión postrera.
Partió, quizás creyendo que su mano, sólo creada pasa pulsar laúdes podría blandir, con eficacia para él y para sus ideales, el acero que hiciera florecer bellas rosas de sangre en las carnes de los enemigos.
Partió, quizás hondamente desilusionado, como todo ser finamente heperestésico que nace en medio no adaptable a sus gustos, aspiraciones y caprichos.
Llegó al campo de fuego. Y llegó la hora del encuentro definitivo. El 24 de Julio de 1900 los cañones de la Revolución clamaban, con sus mortales y dilatados rugidos, por que las tropas liberales penetrasen en la urbe consternada. Los ejércitos del Gobierno defendían la entrada a la ciudad, casi seguros de obtener triunfo sobre las huestes rebeldes, resguardados por trincheras que habían erigido, pocos días antes de la batalla.
Cesó el clamar de los cañones. Se orló el suelo de púrpura de sangre humana, bien inútilmente vertida; incineráronse algunos cadáveres; sepultáronse otros y —¡oh! maldita fatalidad de un sino perverso!—: de entre tanta miseria, de entre tanta ruina, de entre tanta barbarie, no se pudo recoger el cuerpo inerte del poeta. O le despedazó la ametralladora o era tal el estado de descomposición en que estaba, que no pudo identificársele. . .
Cuando el pensamiento se detiene a reflexionar acerca de ciertas casualidades dolorosas que concurren en la existencia de algunos seres perennemente fustigados por el Azar; cuando advertimos la infelicidad y la relativa inutilidad de hechos ejecutados por muchas individualidades que por las buenas condiciones de su organización parecen ser dignas de venturanza; cuando recordamos a Scott, a Balzac, a Lamartine acribillados de deudas, trabajando como esclavos para satisfacer a sus acreedores; cuando recordamos a Zenea perseguido y fusilado; a Bécquer medio, muerto de hambre y a Casal enfermo durante todos los días de su mísera vida, no podemos menos de creer, cual grave sacerdote caldeo, y siquiera por instantes, en influencias ejercidas por los planetas sobre la suerte de los humanos; no podemos menos de creer que sobre el destino de esos grandes mártires los astros no han obrado sino malignamente.
La historia de García, como la de tantos otros nobles seres nacidos de vientre de mujer, puede compendiarse en una página tan pequeña como la de un libro de oraciones:
Nació, sin que las Gracias asistieran a su nacimiento, nació, un día martes, 11 de Febrero de 1872, en la ciudad de Panamá, capital de la República y de la Provincia del mismo nombre, como dicen invariablemente los notarios.
Estudió primeras letras en la Escuela de Santa Ana,—célebre en los anales pedagógicos del Istmo—, donde el benemérito maestro Pacheco solía dar de palmetazos y de tirones de orejas a muchos que instruía con verdadero entusiasmo y vocación de institutor hábil. Palmetazos y tirones de orejas, crímenes son del Tiempo y no de Pacheco.
[. . .]
También cursó estudios en el Colegio Balboa. Supongo que durante muy corto tiempo.
Luego, la Vida le dio empujones bruscos; la Vida se le mostró hostil y en el joven organismo clavó dientes afilados de harpía; le obligó a ser salvaguardia de uno de los andenes establecidos en el puerto por la Compañía del Ferrocarril de Panamá; allí, en aquel muelle sórdido, donde grandes bultos de mercaderías se estratificaban en gruesas, repulsivas y mal olientes capas, rodeadas de aparatos groseramente prosaicos, nuestro amable watchman departía de arte con amigos y compañeros.
Pero aún ejerciendo cargo tan poco compatible con sus aspiraciones e ideas, Adolfo no dejaba de pulir las joyas de su poesía. La mala suerte no le amedrentaba.
Y como si aquellas manos se cansaran de pulir las piedras preciosas de sus versos; y como si aquellos ojos se cansaran de contemplar las irisaciones de la Poesía, el malaventurado muchacho acudió a un taller de joyero y en él fue orífice y en él forjó ricos zarcillos que colgaran de las orejas de las doncellas; gargantillas con incrustaciones de perlas, que aprisionaran blandamente el moreno cuello de las huríes de nuestra patria; alfileres de pedrería que se prendieran a los corpiños de nuestras damas e imitaran en ellos el cintilar de los astros de nuestro cielo.
De suave temperamento melancólico; meditabundo las más de las veces; impetuoso y exaltado de tarde en tarde, nadie en nuestro país, después de Tomás Martín Feuillet, ha reflejado en versos con tanto vigor y colorido sus propios recuerdos, sus propios dolores, sus propios ímpetus.
Su musa se llama Congoja y las armonías de su bandolín hacen verter lágrimas. En sus músicas salta a veces la soberbia nota de la indignación: es cuando canta los horrores de sus miserias; es cuando siente sobre sí el peso funesto de las injusticias sociales, tan inclementes como las del destino; es cuando advierte que los puñales de los siete pecados capitales le percuten inmisericordes.
Dadme esos poetas que ponen sangre y lágrimas en sus estrofas; que cantan la vida, ebrios de sinceridad, llena de vinagre, de veneno y de mieles:
Como su mal me aflige,
al verla pensativa,
con la emoción más viva
hacia ella me acerqué y así la dije:
¿Qué tienes, madre mía?
¿Porqué te encuentro pensativa y mustia?
¿Qué tormento te asiste?
No me ocultes la causa de tu angustia!
Tu frente está sombría
y has llorado también....¿Porqué estás triste?
Cuéntame tu dolor; muéstrame, madre,
la mano que te ha herido:
tú no debes sufrir; yo fui nacido
para ti y para mi. Me siento fuerte
para arrostrar la pena de lo inmundo;
yo perdono el insulto de mi suerte,
mas no tolero que te ofenda el mundo!
¡Vamos, mi dulce anciana!
No me hagas llorar; dime qué tienes. . .
ya a reclinar no vienes
sobre mi pecho tu cabeza cana;
tú, la que fe me inspiras,
no me acaricias ya; ya no me miras;
tú, la fiel, tú la buena
también te empeñas en volcar la roca
que a la inclemencia mundanal resiste;
tú también me señalas con el dedo
el orco de la pena!....
Yo, que del Mal me río, estoy ya triste!
Yo que burlé al Dolor, ya tengo miedo!
Y sollozando respondió: “Hijo mío,
no encuentro aliento que a tus ansias cuadre;
por eso me hallas pensativa y mustia;
por eso, ya no rio....
sufro porque soy madre;
tu tormento es la causa de mi angustia!”
¡Oh pasión no fingida!
¡Cómo a su cuello me abracé temblando!
En su rugosa faz estampé un beso
y repliqué después, tartamudeando:
Más no te inquietes, madre,
porque sin tregua el Mundo
me azota furibundo,
como azotara el huracán al roble;
porque mis sueños de grandeza insulta
con su lengua mordaz la plebe estulta;
porque soy confundido con lo innoble,
mientras que todo en mí, sin mancha esplende....
No llores, madre mía!
La Sociedad impía
porque me ve mendigo, no me entiende....
Mas....qué me importa su brutal desprecio?
El Mal aquí en la Tierra
es el monstruo de Edipo
y yo sé responder a sus enigmas;
yo con la burla su furor disipo!
Así la dije: y de alegría beodo
pensé en el porvenir.... ¡Oh! dicha extraña,
aún tengo un corazón que no es de lodo
y una madre infeliz que me acompaña!. . .
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En cada nota que hace vibrar palpitan sus propios nervios; en cada queja suya parecen vibrar latidos de su propio corazón!
Inclinad el oído, escuchad estas músicas y, luego, decidme si ellas no os arrancan siquiera una sola emoción intensa:
¿Y en dónde están mis lágrimas'?. . . .Espera. . . .
Si, ya recuerdo que los dos un día,
bajo espléndido sol de Primavera,
de nuestro amor hicimos una orgía.
De los deleites el manjar divino
saborearon tus labios y mi alma;
y a los postres—¿Te acuerdas?—faltó vino
y yo puse mis lágrimas.
Bebimos y bebimos. . . . !Ay! quién sabe
hasta cuándo los dos bebimos juntos;
lo cierto es que después de sueño grave,
nos despertamos. . . .pero ya difuntos!
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Ahora, oíd estas coplas que parecen purísimas malagueñas:
Más que los vinos y el oro
me gustan para el placer,
las íntimas confidencias
que se hacen una guitarra
y un corazón de mujer.
Cuando yo muera, si acaso
muriera antes que tu amor,
diseca, niña, este pecho,
y ya tendrás la guitarra
en que cantar tu dolor.
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Parecen canciones de Andalucía. Aún más la que oiréis en seguida:
Extraño, calenturiento,
penetré hasta su aposento,
disfrazado de ladrón.
La bella infame dormía
y, cobarde en su traición,
la blanca mano tenia
puesta sobre el corazón.
Así, la vieron mis ojos
y rugieron mis enojos
y la conciencia perdí.
En lo más hondo del pecho
el corvo puñal le hundí
y «mira el mal que te has hecho»
me dijo—tierna— la hurí.
Después con el pensamiento
he tornado al aposento
donde me entré de ladrón.
Mas ¡ay! de mi. . . .quien dormía
no era—¡oh qué torpe ilusión!—
sino una vieja alegría
de este viejo corazón.
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No he citado los versos anteriores sino para dar una ligera idea de la vehemencia de sentimientos de García. La forma de las estrofas es vulgarmente sencilla, como puede advertir el más lego en letras; esa composición pertenecía a una serie que nuestro bardo tituló Populares, muy de acuerdo con la esencia de ellas.
Otro era el género poético en que descollaba García y en el cual hubiera podido crearse un nombre universal, si el que todo lo puede no le hubiese destinado a desaparecer de entre los vivos en maldita batalla que sólo sirvió para que las puertas de infelices hogares se orlaran de crespones y para que los hijos de este pedazo de tierra ejercitaran el carácter en proezas dignas de la epopeya.
Quizás presentía la suerte que le esperaba, cuando escribió estas estrofas impregnadas de cierto desconsolador fatalismo:
Huracánico soplo me levanta;
el mal me empuja y el abismo se abre;
soy la negra visión que se desliza
y de intenso clamor llena los aires.
Las sombras a mi paso se agigantan:
algo extraño me sigue o me precede;
dentro de mi palpitan los lamentos
de un ser triste que canta y que se muere;
Que adónde pararé?. . . .La selva cruje;
la noche empieza y el camino es largo;
y de aquí para allá, sin rumbo fijo,
marcho arrastrado por los vientos malos.
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Al escuchar las dolorosas melodías no os acordáis de entristecedoras cántigas de Bécquer? No os viene al oído o a la memoria la blanda y honda música de aquella rima que termina desconsoladoramente:
¿A dónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
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Y tal vez fue Bécquer el poeta Favorito de García. Hálitos del espíritu delicado del sevillano parecen flotar en la obra del panameño.
No quiero terminar estas frases, sin despedirme del bardo con las mismas palabras pronunciadas por él ante el cadáver de Adriano Velasco, un desdichado trovero muerto en flor: «Poeta! Cuánto amaste en la tierra, y sin embargo, tu tumba será de las más tristes; sobre ella acaso no se abrirán las rosas del Cariño ni las inmortales del Recuerdo».
Gaspar Octavio Hernández, en Iconografía, Panamá, 1916.