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PARA IR CON EL VIENTO
(Elegía paterna en once cantos),
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¡Oh extraviado capitán de mí!,
pierde el rumbo la noche si no ve tu estrella
signar el mapa de las constelaciones.
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Y el mar que sabe tu oculto paradero,
que defiende su raza de sal y clorofila,
su amor de sombras verdes,
su materia inexacta,
su intocable enigma,
a duras penas me permite amarte,
padre que busco y busco en oceánico destierro
aunque lleve tu voz aquí en la lengua
y tu soledad acá en la mía.
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¡Ah!, el derrumbe de la ola
y tu cuerpo rodando mar abajo,
y el niño que te sigue,
padre marino
sobre lechos de sal desvencijado,
a pie sobre el océano,
bajo el viento cortante,
subiendo hasta tu torre de airadas osamentas
por los escalones del oleaje.
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Aquí la mueca de tu rostro hundido,
los estertores de tu mano enfriada
por la profundidad azul de la corriente
y la búsqueda imprecisa
del pez que agujereó la noche,
destruyéndola toda,
tumbando sus luceros,
apolillándola
hasta la luz deslumbradora de la muerte.
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Viviste de noche, padre mío,
y cuando esta vez el mar fue señalado
para encender las lámparas,
andabas por sitio exacto,
entretejiendo sombras,
tinieblas amorosas,
que el aguamar inquieto
se ha llevado contigo a su lugar recóndito.
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Padre de agua,
de penumbra mojada y agridulce,
de escamas estelares,
¡qué exabrupto tu montón de huesos,
semienterrados en los profundos arenales,
y tu calavera dando vueltas
como un casco perdido en la batalla
por la propia muerte!
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Tus acuáticos gestos,
tus manos que la magia verde del océano
ha transformado en calamares,
tu risa de ordenado nácar
abierta para siempre,
hacen de mí el fiel contramaestre
que al mortecino resplandor de las estrellas,
sobre cubierta, sentado sobre el borde,
como un juglar nutrido por la luz de la sal,
con palabras húmedas cantara
tus desnudas ternezas,
tu yerta soledumbre transoceánica,
tu golpeado sueño por las olas.
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Ahora eres tú quien duerme, padre mío,
ahora soy el que mira tus párpados violáceos
de abnegado durmiente submarino,
ahora tú descansas y yo vigilo el cielo
y lo amenazo,
para que el ruido de la lluvia
no destruya tu trance de buzo desvelado.
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¿O es que no hay paz para el tranquilo ahogado,
inmóvil sobre el frío maderamen
de la nave todavía en zozobra,
que aún no toca la quietud del fondo?
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¡Oh, dónde encontrarte, abandonado,
dónde estalló tu valija de dolor,
dónde no pudo más la hélice de tu instinto,
dejándote caer como entre verdes espadas,
gota a gota, hasta volverte invisible,
lleno de malévolas frutescencias,
de grotescas y afiladas formas,
allá en las furibundas intemperies marítimas...!
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¡Ízate desde tu muerte, oh ahogado poderoso,
yérguete con muletas
hechas con el propio olvido,
y pisa y aniquila todo el césped del mar
que abanderó tu soledad
con luceros de espuma
y renegada sal y hondura inexpugnable!
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Ven. Reúne de nuevo tu melena deshilada,
abre los líquidos portones de tu muerte
y ayúdame a colgar este epitafio
de los desnudos clavos de las estrellas.
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Aquí estoy para esperarte,
sobre la roca más cercana al aguamar,
entre la llovizna salada
de los peces voladores,
próximos a los escollos
del cielo que me enfrenta
azules centuriones en galeones de nubes.
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Aquí estoy para tocarte,
para humedecerme de tus carnes oceánicas,
y ya me llamo hijo,
hombre surgido de tu amor humano,
planta nocturna frutecida en ti,
guerrero de la vida y enemigo de la muerte,
que ha escondido tu cuerpo
y mojado tu sombra.
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Te llamaré padre con los brazos
y trazaré una línea sobre las arenas.
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Dividiré el planeta. Me contarás tus cosas.
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De aquel lado seguirá lloviendo
y seguirá el mar tramando los naufragios.
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Acá seré como un niño que jugara
con pequeñas sardinas que abandonó el océano,
mientras tú vigilas y sonríes.
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Del mar he regresado contigo y con el viento.
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Del libro: Para ir con el viento.
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