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Nos sentamos los dos en el huerto,
mientras los pajarillos su concierto,
jugando en el rosal nos regalaban.
Nos sentamos allí, de tal manera
que con su olor divino me embriagaban
los rizos de su negra cabellera.
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Y empezamos a hablar aquel idioma
en que cada palabra es un aroma,
aquel lenguaje de sabor de cielo
que con la dulce soledad emplea
perdido en la montaña el arroyuelo.
Hablábamos los dos ¡bonita idea!
De la tierna Poesía,
y llena de candor la prenda mía
(que es como las palomas inocente)
me dijo de repente:
--Quiero unos versos y te doy el tema.
--Cuál es?
--Un beso: ahí tienes un poema. . . .
Me puse a improvisar (siempre sumiso,
como que ciega la fortuna quiso
hacerme su vasallo) –No prosigas,
interrumpió mi amada,
en vano te fatigas,
esos versos no sirven para nada. . . .
Y yo le repliqué, no sin enojos:
--Ya que te desagrada mi poesía
deja que junte con tus labios rojos
un momento mis labios, vida mía,
y si en esto consientes, yo aseguro
que entonces lograría
completa la victoria en tal apuro.
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Me contestó que no; pero empapada
en viva luz, me dijo su mirada
rápidamente todo lo contrario,
y yo, atrevido, me acerqué al santuario,
y con un ansia loca,
en repentina palidez cubierto,
le di tal beso en su abrasada boca
que estoy dudando si se ardió el huerto!
Ella, temblando, se cubrió encendida
el rostro con las manos, ofendida,
pero siempre sonriéndome amorosa,
y yo, de mi ventura en el exceso,
repetía a media voz: un beso, un beso. . . .
Y ¡no hallaban mis labios otra cosa!
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Del libro: Ensayos Poéticos.
Publicado en: Rodolfo Caicedo y su obra poética, de Nydia Alicia Angeniard.
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