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Persiguiendo el fantasma de la dicha
corrí tras el amor,
en los brazos ansié de las mujeres
realizar los delirios y placeres
que soñaba ni tierno corazón.
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Y algunas me decían tantas dulzuras
que, enloquecido yo,
murmuraba en gratísimo desvelo:
-- estos son serafines que del Cielo
ha desterrado por capricho Dios----
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También de la amistad el grato aroma
respiré con ardor,
y mis buenos amigos me extasiaban
con aquellas promesas que me daban,
reservando la hiel de la traición.
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Ay de mí! de repente el universo
todo se oscureció,
pues mujeres y hombres me olvidaron
después que tantas veces me juraron
los hombres su amistad, ellas su amor!
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Destilando la sangre de mi pecho,
muriendo de dolor,
entonces recordé, mientras lloraba,
que un pedazo de tierra me quedaba
todavía iluminado por el sol.
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Me dirigí hacia allá como un espectro,
sin alma, sin calor,
y al tibio resplandor de una mañana
recibióme en sus brazos una anciana
y en la frente llorando me besó.
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Nada de juramentos. . . . hijo mío!. . . .
Dijo no mas su voz,
que hubiera derretido firmes bronces,
y ¡creo en los milagros desde entonces
porque un muerto ese día resucitó!
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Del libro: Ensayos Poéticos.
Publicado en: Rodolfo Caicedo y su obra poética, de Nydia Alicia Angeniard.
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