(Para Emmita García)
Un cuento, me dices?
No sabes acaso que mis cuentos no son cuentos? Que son pedazos de vida que coloco así sueltos, sobre el papel, para que ese chacal que llamamos público los devore uno a uno?
Estoy tan lejos de mis mañanitas azules, que ya en el tramonto de una vida que arrastré por zarzales y veredas, mis cuentos todos son escarlatas, color de atardeceres, con matices violados, que es el color de los recuerdos.
Sin embargo, voy a ponerme frente a tus ojos donde el mar, ese gran espejo de los cielos, puso algo de su azul, y así podré contarte un “Cuento Azul.”
Escucha…..
Yo fui un niño triste. Yo no tuve abuelita de cabellos blancos que, en las noches de invierno me sentara sobre sus rodillas a cantarme “ASERRIN” y contarme historias de enanos y de princesas. Esos personajes los creé yo en mi fantasía porque los necesitaba.
Dieron por llamarme “poeta” por esa peregrina ocurrencia mía. Es ser poeta, dulce amiga, tener la mente poblada de fantasías, por donde vagan enanitos de barbas muy largas, y hadas lindísimas que se visten de tules y llevan en la mano una varita en cuyo extremo titila una estrella de vivos resplandores, y donde hay castillos de piedras preciosas, en cuyos pórticos hay dragones que cuidan a una rubia princesita prisionera que duerme? Eso es ser poeta, amiga?
Pero vamos al cuento que me has pedido.
Había una niña que moría de amores. Una niña, como tú menudita, linda, de ojos muy azules y asombrados como si la vida a cada momento le mostrase una sorpresa. Su voz tenía el encanto de un cristal tocado por una varilla de oro por la mano de un ángel y, al andar lo hacía como si sus plantas pidieran perdón al suelo por dejarle su perfume….
Y aquella niña enfermó de amores. Los médicos, hombres graves todos, con barbas canosas largas, recetaron medicinas de nombre raros, tan raros como los nombres de las enfermedades que le atribuían a la enfermita.
Pero nada le hizo efecto y la niña se consumía lentamente a despecho de aquellos médicos que se creían todopoderosos.
Y así transcurrieron muchos días y muchas noches, languideciendo lentamente la niña de ojos de color de cielo….
Un día, al amanecer, los médicos que habían pasado toda la noche espiando sus menores movimientos, se retiraron a una sala contigua a deliberar y la dejaron sola….
Regresaron a los pocos minutos los doctos médicos, retratada en sus semblantes la sonrisa del triunfo….
Pero de pronto quedaron como petrificados en medio de la estancia: entre las blancas sábanas, el cuerpo de la niña, yacía sin vida reflejando en su rostro de cera, leve sonrisa de otro mundo.
Contra los cristales de una ventana del aposento, daba angustiosos aletazos una mariposa azul, de alas de seda.
Los médicos dijeron que era salida de alguna crisálida oculta en la cámara mortuoria.
Yo dije y seguiré diciendo que era el alma de la niña de ojos azules como el mar….
Sabes ahora, bella amiguita, por qué tengo entre las reliquias de mi cofre de recuerdos esa cajita de cristal llena de mariposas azules…?
Nacho Valdés.
Cuento publicado en: Cuentos panameños de la ciudad y del campo.
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