Cuando Luis Eduardo llegó al umbral del oscuro cuartucho donde con su madre vivía Magdalena, y saludó, ésta no se dignó levantar la vista de la rica tela sobre la que ejecutaba primoroso bordado.
__Magdalena, no me oyes? Buenas tardes!
__Buenas tardes. Te había contestado ya …
__Pero no me has visto!
__Ni falta que hace…
Desconcertóse Luis Eduardo, y, entre temeroso y colérico, se acercó a su novia que continuaba imperturbable su labor.
_Magdalena, le dijo, temblorosa la voz, Magdalena; y ese modo de recibirme? Y porqué no vas desde antier al trabajo?
Y ese traje tan lujoso de dónde ha salido? Y esas cuentas tan costosas, y esos…
__Basta! Que me cargas con tu lluvia de preguntas impertinentes. Ya me suponía yo que vendrías esta tarde muy pesado, y, en efecto, estás insoportable!
__Perfectamente! Ardid femenino! Te decía tu conciencia que algo indebido hacías o te proponías hacer, sabes que te quiero y que merecerías mi reproche. Pero ya has tomado tu decisión, no sé cuál será, pero la has tomado, lo veo y quieres evitar mi reconvención enfadándote. Pero no importa, y te diré lo que pienso porque tengo derecho y es mi deber: me extraña tu conducta de hoy, me extraña el que sin razón justificada no hayas ido a ocupar tu puesto en el taller, y, lo que más me extraña es verte en posesión de esas ricas telas que no son, ni con mucho, producto de tus ahorros. Presiento algo funesto. Magdalena… reflexiona…
Un momento de embarazoso silencio siguió a esta amarga reconvención de Luis Eduardo. Al fin, Magdalena, irguiendo la cabeza con altanería, contestó:
__Pues bien, te lo explicaré todo y una vez por todas. Nada debe extrañarte: adopté esa conducta porque sé lo pesado que eres cuando te encaprichas: este traje y otros más que después compraré me los ha dado el Club Ensueño de donde soy candidata para reina del Carnaval, y, no he ido ni voy por todos estos días al trabajo porque estoy ocupada en vender votos. En esto último me acompaña mi “manager” Crescencio quien ha prometido solemnemente ante el Club sacarme reina de todos modos y tú sabes que lo hará porque puede hacerlo!
“Crescencio!”. Resonó en los oídos de Luis Eduardo este nombre como un zumbido de fiebre y apareció en su imaginación el tipo rechoncho y repugnante, eterno galanteador de su Magdalena, y quien de la pobreza más vil y arrastrada surgió a la abundancia por un golpe loco de la loca Fortuna en un sorteo extraordinario de Navidad, y luego por manejos no del todo recomendables.
“Tú sabes que lo hará porque puede hacerlo!” se repetía Luis Eduardo. Lo hará. Eso… y, Dios mío, quién sabe cuántas cosas puede hacer el dólar, ese dios todopoderoso que pone cristales de colores ante los ojos para no ver la fealdad y repugnancia de ciertas almas! decía Luis Eduardo. La han alucinado con una corona y, mujer al fin! Quiere esa corona aunque se le vuelva de espinas para toda su vida. Pobre Magdalena!”.
Ella a veces se dignaba contestar a sus reproches.
__Estaba aburrida de vegetar en ese taller sucio, vistiendo mal y trabajando de seis a seis. Ya descansaré, tengo trajes y dinero que me proporcionarán la Junta y los tags. Eres un tonto en ponerte así. Verás, seré reina, irás a mi lado de Edecán, pasaré las fiestas del Carnaval, y quedará como antes, sin haber perdido nada!
“Yo no quiero ser testigo…” Murmuró Luis amargamente y se fue….
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Y pasaron los días, y Magdalena triunfó merced al oro de Crescencio, y fue reina.
Magdalena era bella, con esa belleza del trópico: ojos profundamente negros, pupilas brillantes, crenchas negras como la noche; en fin, merecía una corona.
Bella estaba su majestad la noche del Martes de Carnaval, ataviada con el traje nacional, una rica pollera, mientras en sus cabellos cabrilleaban en mil cambiantes, ricos tembleques, llamando la atención sobre todos, un par de mariposas rojas, de seda y oro.
Hubo un momento en que desapareció la Reina…
Se habría ido quizás a visitar los otros toldos y clubs que hervían de entusiasmo en el desborde del Martes de Carnaval…
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Y las fiestas de la Farsa pasaron. Magdalena volvió a su taller, Luis Eduardo siguió visitándola.
Un día de Cuaresma Magdalena iba con Luis a la Iglesia. De pronto, en una esquina por donde debían de pasar, divisaron la figura de Crescencio, sonriente, quien, con mucha lentitud, saco de un bolsillo un tembleque: era una mariposa roja de seda y oro….
Magdalena lanzó un débil grito y vaciló sobre sus pies. Sordamente, mordiendo las palabras, en el oído le masculló Luis Eduardo: “Mira eso, tu tembleque….la mariposa roja de seda y oro que llevabas el Martes de Carnaval…. Y eso que dijiste que no ibas a perder nada….Pero por qué te desmayas? Por un tembleque? No es para tanto!”
Magdalena no oía ya. Pálida como un cirio, yacía en los brazos de Luis Eduardo que sonreía con diabólica amargura…….si el Diablo pudiera sonreír….
Nacho Valdés.
Cuento publicado en: Cuentos panameños de la ciudad y del campo.
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