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Carta a Polidoro Pinzón
Donde se Encuentre, por Ramón Oviero
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PARA tocar tu nombre detenido
en medio de una noche sin origen,
no sé si llamarte camarada, miliciano de estrellas,
portador del arado, consigna y voz de pueblo.
No sé si llegar a tu pecho,
a tu abismo desbocado, a tu contorno
hecho de pólvora canalla, a todas tus sílabas
que nos dejaste como una conducta
primordial, como una daga de luz,
o como una muralla sin tinieblas.
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Pero habrías de saber –ya lo sabías–
que entre olorosos almidones,
entre corbatas “made in italy”,
y sortijas que alzan
sus “high balls” sonrientes,
conspiran y conspiran mordiendo sombras,
destruyendo claridades, contornos esenciales,
para negar tu nombre de sólida geometría,
como si así pudieras terminarte, y no ser,
y ya nunca más ser tú mismo, con todo lo tuyo,
y con todos nosotros. Y tu seriedad ya no existiera,
y no existiera tu puño, tu palabra
como un tiro,
tu cáustica mirada que hizo más de una vez
temblar a los traidores.
Pero nunca,
ni aun sin sombras, tu nombre en el olvido.
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Te diré: diariamente camino,
viajo en autobuses,
y escucho diariamente. Y miro
las personas con sus trágicos rostros
cotidianos, que suben y viajan lentamente,
con la pobreza metida en un bolsillo
o escondiendo el hambre detrás
de un periódico prestado,
y leen, y creen en esas letras amarillas
que tú siempre combatiste;
y las personas leen esos oscuros diarios,
y creen que todo es cierto;
que la vida es como un plácido riachuelo,
que aquí no pasa nada,
que Panamá edifica el progreso para todos;
y que la libertad existe
pero las cárceles están llenas de hombres
que protestan:
que aquí no ocurre nada grave,
pero que hay que trabajar 12 horas diarias
con el lomo, con la espalda, con los hombros,
con las uñas, con el pelo, con el sexo, con los años,
y que luego el dinero no alcanza,
ya no sirve para alimentar nueve chiquillos.
Y mientras tanto, el cura día a día –esto es terrible–
regándole a los fieles agua bendita
en actitud contrita santifica: “…y sea la paz entre los hombres.”
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¡No sé si arrancarme a veces los cabellos!
Pero escupo y sigo. Y por las noches,
cuando ya no hay luna, llego a mi casa y no sé
si ponerme a soñar, si contar las estrellas
que se asoman, si decir que los ríos siempre
han tenido su coro vespertino de luciérnagas,
y las rosas su más puro aroma
cuando me besa la amada sin mirarme.
No sé si como un sonámbulo ponerme a pensar
en los jeroglíficos extraños de las líneas de las manos,
en el complicado sexo de las mariposas nocturnas,
en la infinita dureza del caracol marino,
en la velocidad que tiene la mirada de los ciegos,
o en la corriente azul por donde viaja el plenilunio.
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Mas entonces, ¿dónde buscar tu corazón tan ancho?
¿a qué pedazo de cielo alzar los ojos
donde no esté tu poesía, tu fusil, tus pensamientos?
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Aquí te niegan y nos dicen que no existes.
Pero en las corrientes subterráneas, cuando
la noche cierra sus compuertas y ponemos
el oído cerca de los surcos, escuchamos
tu voz, tus pasos desbocados, tu palabra
que reúne difuntos camaradas.
Sabemos que estás en las campiñas,
donde haya soledades, donde el banano
es explotado y sus obreros. Donde
el hombre se levante y proteste contra el gringo,
donde exista el canal, donde asesinen,
sabemos que tu voz y tu poesía
sigue aún entre nosotros.
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Julio suelta una vez más sus lágrimas hechas pedazos.
Y en esta noche, donde te encuentres, donde
se encuentre tu corazón más ancho
que el silencio, donde tu brazo esté,
donde tu pecho se levante,
estaremos nosotros en la lucha
-aun sin corazón, sin sangre abierta-
a levantar a todos tras tus pasos.
¡Compañero, recuerda que nunca,
ni aun sin sombras, tu nombre en el olvido!
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Del Libro: Aquí sobre esta tierra.
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