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Era una noche espléndida: vestías,
primorosa y gentil, de blanco toda,
como en el más hermoso de los días,
el de la dicha, el único, el de boda.
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Al ver así tu cándido semblante
entre blondas de nítida blancura,
vino a mi mente la visión del Dante,
bianco vestita, misteriosa y pura.
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Pero como una forma sugerida
por el genio doliente que me asiste,
de blanco al verte por mi mal vestida
cruzó a mis ojos pensamiento triste.
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Un pensamiento cuya sombra yerta
jamás, al verte, de mi mente arranco:
es que también, también la virgen muerta,
¡oh! novia funeral, viste de blanco!
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¡Ay! por eso en la pena que me agobia,
así entre galas cándidas al verte,
pensé en la niña que vistió de novia
para ser desposada con la muerte.
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Entonces recordé con amargura,
mirando silencioso cuanto existe,
que es en todas las cosas, la blancura
imagen la más tierna de lo triste.
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Lo blanco es la tristeza: firme eleve
a las cumbres su brillo tu mirada
y contemple esa sábana de nieve,
tan grande, tan igual, tan desolada!
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Allá en el solitario cementerio,
luce el blanco ropaje del armiño
el ángel que custodia con misterio
la blanca tumba donde yace el niño.
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Emula virginal de la camelia
era, por su purísima blancura,
la pobre flor que deshojaba Ofelia,
pensando en su terrible desventura.
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Camelia fue, por cándida e inodora,
la única flor a Margarita grata,
a aquella enferma y noble pecadora,
a quien amor redime, pero mata!
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Blanco es el pobre túmulo - y pequeño -
donde, a la sombra de ciprés que vela,
en triste, solo, interminable sueño,
reposa mi adorada pequeñuela.
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Tú eres blanca también, ¡oh mi adorada!,
tú que eres para mí, de cuanto existe,
la forma celestial e inmaculada
que para hacerse amar toma lo triste.
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Publicado en: Athenea, Tomo IV, Número 6, San José, Costa Rica, 15 de julio de 1920.
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