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Brilla en su rostro de Hebe
la juventud eterna de las diosas,
y matiza su carne como nieve
la sangre de las venas de las rosas.
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Ajenos a la queja,
en sus labios de adelfas en capullo
la voz mundana solamente deja
ternuras semejantes al arrullo.
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Su imagen, que fulgura,
no inspira al alma tentador empeño,
pues recorre su cándida hermosura
la placidez radiosa del ensueño.
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En sus dulces pupilas,
asilo de las sombras encantadas,
reposan inocentes y tranquilas,
como negras palomas, las miradas.
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Es negra su corona,
y en relucientes ondas, el cabello
con oscuros anillos aprisiona,
como serpientes de ébano, su cuello.
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Su aliento adormecido
hinche su seno en curvaturas suaves
como esponjan, ocultas en el nido,
el dorso blando voluptuosas aves.
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El beso que convida
con ardiente placer al alma loca,
en ignorada languidez anida,
como inerte crisálida, en su boca.
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Bajo puro destello,
su noble encanto de mujer encierra
la fría pesadumbre de lo bello
que no fecunda el soplo de la tierra.
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Mas tiene, delicada,
el ímpetu de fuerza contenida
que al conjuro tenaz de la mirada
hace en el mármol palpitar la vida.
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Es para el alma ansiosa,
al amor avezada y al desvelo,
hermosura que sueña y que reposa
con los sagrados éxtasis del cielo.
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Así, por modos raros,
llevar parece entre sencillas galas,
sobre su torso helénico de Paros
el estímulo incierto de las alas.
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Pero aun así, perdida
deja en las almas que sujeta el suelo,
como una vaga sensación de vida
con ternuras y ráfagas de anhelo.
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(De Mis Versos--- Edición de 1894, San José, Costa Rica)
Publicado en:
Nuevos Ritos, Nº100 de 30 de noviembre de 1911.
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