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A Miguel A. Román
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Ya van de la selva a poblar las entrañas
o vienen de lejos con caras extrañas
cubiertos de polvo, de gloria o crespón;
en frente las penas, atrás los hogares,
cruzando los bosques, cruzando los mares
cual sordo, profundo siniestro ciclón.
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Fusiles al hombro y al cinto la espada,
la tropa guerrera feroz, fatigada,
se aleja, se oculta en su marcha tenaz,
y en tanto la vista en los montes se explaya,
revienta sonora la horrenda metralla
que deja en desorden, confuso el vivac.
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¡Ah. Los que esperan, sí las noches son muchas!
y en tanto prosiguen las bélicas luchas
con ira sangrienta, mortífera y cruel;
y como de un árbol cayendo las flores,
así se desprenden con sordos furores
las bravos reclutas que van tropel.
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¿Quiénes son los muertos? Y eso qué importa,
si la luz en Oriente estremece absorta
al ver de la sangre las olas humear?
La muerte se mofa de honores y rango;
cayó uno en las piedras, el otro en el fango,
cayendo y cayendo, y la muerte detrás.
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Impreso en la frente el ojal de un balazo,
arrastran las ondas a un verde ribazo
cadáver de un héroe soberbio en la lid,
¡ah! Y sobre olas del río que lo aleja,
un cuerpo parado en su vientre semeja
piloto siniestro de un buque infeliz.
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Y en lejas regiones muy triste y ufana,
qué espera la madre, qué espera la hermana,
el hijo qué espera, qué espera su bien?...
Los muertos no vuelven! Murió el esperado
Cubierto de harapos, disfraz de soldado,
Que inspira a la muerte su augusto desdén.
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Postrado en un lecho, ¡qué horas amargas!
días tan oscuros, noches tan largas!
pensar y pensar y sufrir y sufrir;
negra es la pena cuál tétrico oleaje,
y el ácido fénico, cura y vendaje,
preludios de un salmo que reza al morir.
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La herida profunda, fatídica, viva,
la luna abrillanta con luz compasiva
de un cuerpo escondido en un blanco rosal;
y cerca de un tronco de roble altanero,
estaba aún gimiendo el leal compañero
sin techo, sin agua, sin fuego, sin pan.
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Buscando refugio cayó una en un foso,
cayó otro en la plaza y aquel en pozo
el cráneo en pedazos, quizá el corazón;
y como en desorden cortadas espigas
se ven los cuerpos la lúgubre unión.
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Y en lejas regiones, quizá una mañana,
qué espera la madre, qué espera la hermana,
el hijo qué espera, qué espera su bien?...
¡Los muertos no vuelven! Murió el esperado
cubierto de harapos, disfraz de soldado
que inspira a la muerte su augusto desdén.
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Publicado en: El Mercurio, 21 de diciembre de 1901.
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