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Un día lleno de luz como tu alma,
a quien redime los pesares hondos
recordé mi pasión y mis promesas.
En largo soliloquio
que escucharon las flores y las olas
en el chispeo de amor de tu alborozo.
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Tu mano suave, diminuta, rósea,
entre mi mano abandonaste, y luego
te vi el anillo de virtud que adoro,
el de rubí sangriento,
anillo en que me ves si tú lo miras,
anillo en que se adunan mis recuerdos.
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Y te dije: el rubí mis penas canta;
y te dije: el rubí mi sangre copia,
y Febo te dirá con los crepúsculos
lo que dicen las rosas:
que mi amor es el fuego de tu sangre,
como es mi sangre el fuego de tus glorias.
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Mis palabras de amor son las banderas
que agita el viento en el ardor del triunfo,
oriflamas de mirtos y amapolas
que irradian sobre escudos
que en noches sordas salpicó la sangre
de los vencidos sátiros difuntos.
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Mis pesares de amor son las coronas
que acaso envidien báquicas lujurias,
fuego voraz en que los nervios arden
con lúgubre tristura,
cuando el esquife que llevó el mensaje
de nuevas dichas, naufragó en las brumas.
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Cuánta vez al besar en el anillo
la sanguinosa chispa de la piedra,
vi palpitar en el sanguíneo rayo
la mística, la yerta,
la ilusión que murió, la pobre náufraga
que al vórtice llevó mi luz postrera.
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Roja así quiero yo que sea la tarde
cuando el último adiós mis labios hiele.
Y de grana y rubí que sean las rosas
que lleves a mi muerte,
cuando ya no te mire el aúreo anillo
en tu mano brillar como en la nieve.
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¡Oh roja luz que mi cerebro ofusca!
Estrella roja entre tu mano blanca!
Acoge mi pasión en tus reflejos,
cuando al soñar del alma,
no tengan ya más sangre los crepúsculos,
ni rosas, ni claveles las montañas.
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Publicado en:
El Heraldo del Istmo, Nº 7 de 28 de abril de 1904.
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