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Cuando en las tardes de sol radiante
miro en silencio las campanillas,
cómo recuerdo que son las reinas
de las murallas y de las ruinas.
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Entre las grietas de los escombros
se adhiere el tronco que las anima,
y allí florecen meditabundas,
tan solitarias, tan amarillas.
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Es que los muros que se desploman
tienen historias que las contristan,
como de cosas que se recuerdan,
como de cosas que nos lastiman.
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Un sentimiento dulce, piadoso,
parece a veces que las cautiva,
las emociona lo que envejece;
las enamora lo que agoniza.
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Acaso sienten de la intemperie
la desolada tristeza íntima
de viejas glorias, pasadas pompas
que el tiempo esparce como cenizas.
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Nunca en los tiestos de las ventanas
divinos labios las acarician,
y en los cabellos de las hermosas
jamás se ostentan las campanillas.
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Nunca sonrientes entre los búcaros
ni en los festines gallardas brillan,
son tan humildes que da tristeza
verlas tan solas, tan amarillas.
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Como canciones nocturnas oyen
de aves siniestras la voz fatídica,
y de la turba de los murciélagos
su extraño ruido las regocija.
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En el silencio de las tinieblas
tal vez escuchen entre las ruinas,
la amarga nenia de los recuerdos
que en viejos muros canta la brisa.
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Quieran los hados que de un escombro
vuele a mi tumba polvo de vida,
y allí que nazcan, y allí florezcan
meditabundas las campanillas.
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Del libro: Parnaso Panameño
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