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El poeta se despide de su isla
por Tristán Solarte
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Este será el adiós definitivo
porque pronto me quedaré sin espacio,
aunque tú sigas, fija en ti misma,
acumulando, como un viejo avaro, tiempo,
torneada por todos los vientos que te soban noche y día
y que de cuando en cuando te arrancan
melodiosos vagidos de sirena.
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Los lazos que nos unían
no se han roto de un solo tajo;
sino poco a poco, por sucesivos, imperceptibles tirones,
como les ocurre a las parejas
cuyo amor mata lentamente la vida en común.
O los súbitos descubrimientos:
pienso en tus intimidades más secretas
que puso de manifiesto el tornado del 64,
cuando quedaste en cueros y alcance a verlo todo, por ejemplo.
las conchas de coco -todavía intactas- con que fuiste rellenada
para que pudieras seducir a los muchachos incautos como yo.
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Recuerdo -pero eso fue mucho antes-
el horror que ponían en mis noches de insomnio
los lamentos inconsolable
del monstruo que agonizaba en tus brazos
a la altura de Halt Over,
más allá del cementerio.
Lugares que nadie, en los viejos tiempos, osaba cruzar
después de la oscurana.
Pero un buen día alguien tuvo la ocurrencia de construir
muy cerca
(justo donde te curvas, como un arco demasiado tenso,
para formar la ensenada de Big Creek),
el sitio de la Feria.
Propios y extraños,
envalentonados por las brillantes luminarias
que despejaron el área de aparecidos,
te perdieron el respeto.
Con el corazón encogido
los veía bordeando confianzudamente
(sin atenuar su descaro con un silbido de miedo simulado),
desde el atardecer hasta el alba,
las tapias que guardan el suelo consagrado,
para ir a hartarse de sauce y de cerveza
en los ventorrillos de la feria.
O volver, con el sol ya bien alto,
tambaleándose a sus casas.
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¿Cuánto tiempo duró el hechizo?
Mejor dicho: ¿cuándo comenzó todo?
El 4 de mayo de 1928 me asomé, por la ventana de la cocina,
a la bahía,
como si nunca la hubiera visto, ni sospechado su existencia.
Lo que sentí entonces
es un secreto que ni El ni yo divulgaremos jamás.
Ni yo podría traducir a un lenguaje humano.
De pronto todo era más brillante y silencioso y significativo.
Miré las otras islas: la joroba de Bastimentos
relucía como una esmeralda henchida de belleza;
las cloróticas palmeras de Solarte
habían amanecido empapadas
por el torrencial aguacero de clorofila
que les cayó durante la noche;
y la barrera de manglares -rudimentaria escollera-
que nos protege de la ira, se enmarañaba hasta la locura,
más desafiante que nunca.
Yo sentí que algo se partía en mi interior,
porque sabía perfectamente
quién -velado apenas por el tembloroso espejo de las aguas-
manaba dulcemente aquel prodigio.
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Más tarde,
entre todos los niños de la vecindad
sobresalí en los juegos ellos mismos me enseñaron.
Y las maestras me castigaban
por no tener los cuadernos al día
o por llegar tarde a clase.
Y los baños de mar, los interminables baños de mar,
los buceos, la sorprendente capacidad de aguantar
la respiración bajo el agua que desarrollé a fuerza de voluntad
para poder explorar a gusto el fondo de tu bahía
constelado de estrellas,
recorrido por cometas moribundos o ya apagados;
o por el pulpo,
que me arrojaba chisguetes de tinta a los ojos
para que no sucumbiera a su mirada hipnótica,
ni pudiese seguirlo a su guarida;
hipocampos que, más que nadar,
flotaban en cámara lenta
en torno a los postes revestidos de moluscos nacarados,
indiferentes a las manos que los acarician, o que los atrapan
para devolverlos, delicadamente,
-procurando no hacerles daño-,
a las paredes de cristal de sus establos.
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Así transcurrió mi infancia:
entre la escuela, en mar y las calles sin automóviles.
Y partidos interminables de cricket y de mención.
Y cine mudo los domingos
con vaqueros y galopes y balazos silenciosos
que a pesar de todo derribaban pieles rojas
a los que nunca oí aullar
ni quejarse de dolor;
y acorazados que disparaban balas de humo
(y, sin embargo, los barcos alcanzados por ellas se iban a pique);
y partidas de Ring and Tá o de chinguilines, disputadas
fieramente;
y los agitados susurros de Latá, cuando mi compañera de
escondite
y yo
nos refugiábamos debajo de las escaleras de una casa
abandonada
a librar agotadoras batallas sin testigos,
de las que salíamos sudorosos y frustrados
porque ninguno de los dos sabía cómo,
y nos fatigábamos en vano buscando
la trampa escondida que se abre al jardín de las delicias.
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Pero todo eso lo hizo a un lado el tiempo rudamente
para llevarme de la mano
por puentes levadizos de neblina
a un territorio en el que nunca me sentí del todo a gusto.
Y el día menos pensado me salió un proyecto de bozo, y me
enamoré
con un amor insensato que todavía, sesenta años más tarde,
me duele en el corazón y me arde en las carnes y decora mis
noches
de caserones remozados, embellecidos por el sueño,
o de cuartos oscuros y camas inmensas.
Yo crecí mirándola desde lejos, desde el balcón de mi casa.
No me atrevía
-pese a que tú
parecías tener otros planes-,
a declararle los sentimientos,
que, mientras yo dormía,
daban a luz ciudades intolerablemente hermosas
diseñadas por Campanella,
y calles radiantes por las que ella caminaba
con su paso de check and peck,
sin atreverse a mirar para atrás
y ver las ruinas humeantes de mi espíritu
(su cuerpo firme, lleno de vida,
no tenía vocación de estatua de sal).
O se paseaba por el parque,
bajo el frescor aromático de las pomarrosas,
o del eucalipto que se batió victoriosamente
contra el tornado del 15/9/64.
Todavía oigo
el ring ring de su bicicleta,
esperado con tanta ansiedad como la campanilla del heladero.
Y veo sus pechos elevarse bajo el agua
como cálices torneados expresamente
para estrenar ritos y escanciar vinos recién nacidos;
pero mis labios
permanecieron inexplicablemente sellados
y mis manos vacías.
Evoco la brisa traviesa
que desordenaba su cabellera castaña,
en la que me hubiera gustado pasar el resto de mi vida;
y sus ojos: me basta cerrar los míos
para verlos de nuevo reflejando la antigua claridad
que aún guía mis pasos
por lentos corredores de pesadilla.
O me veo caminando a su lado
por las aceras del pueblo, envueltos en un silencio submarino
que ni ella ni yo nos atrevíamos a romper
por miedo a espantar la sombra
que nos seguía mansamente,
como un perro acostumbrado a los malos tratos;
y porque no queríamos enloquecer de pavor
si repentinamente nos bañaba de pies a cabeza el pulpo
con su tinta de papel timbrado.
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Y cuando ella se fue para siempre
retorne al amor de mi isla,
al único amor que -eso creí- me sería fiel
hasta la hora de mi muerte
amén.
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¿Cómo iba a prever las ferias, ni el tornado
que puso en evidencia tus intimidades más recónditas,
tus secretos mejor guardados;
ni el terremoto del 91,
bajo cuyos escombros tantas cosas queridas
quedaron sepultadas?
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Hoy vuelvo a ti, tratando de averiguar
cuándo
perdimos el misterio que durante tantos años nos unió
como dos condenados a cadena perpetua.
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Con la inauguración de la Feria
se apagaron de golpe los lamentos en Halt Over,
como si de pronto aquel horror que arrullabas
se te hubiera muerto en los brazos al primer descuido;
o como si en el hospital cercano lo hubieran sedado
para que sus enfermos pudieran dormir, por fin,
sin miedo a morirse en sueños,
o para enviarlo en consulta a un especialista de la capital.
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¿Quiénes
rasgaron la tela que esperaba cumplir en nosotros dos
su destino de sábana nupcial o de sudario?
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Y yo también, como un turista cualquiera,
o un viajante de paso,
o un lugareño venido a menos,
en un acto de traición imperdonable
recorrí todos los puestos de la Feria,
deteniéndome a admirar los corrales en que se pavoneaban
cerdos majestuosos y esbeltos terneros de cría,
o el guineo que empezaba a arracimarse
en las matas verdes de abono y de fungicidas.
Hasta que, sintiéndome profanador de cosas en otro tiempo
sagradas
para todos nosotros,
volví, llorando, sobre mis pasos.
Detrás de la tapia del cementerio
sentí que hasta mis muertos
me daban la espalda
rechazando airados mi silbido.
Entonces lo perdí todo:
porque nuestro amor estaba hecho
de furtivas caricias en la oscuridad,
y se deshizo
al tocarlo los rayos lánguidos de un sol amanecido.
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Del libro:
Viene de lejos.
Primer Premio Nacional de Poesía,
en el Concurso Literario Ricardo Miró. 2001.
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