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La mujer estéril,
por Tristán Solarte

¿Por qué presentimientos y terrores
hurtabas tu rugoso vientre umbrío
a la pesada inercia de la especie,
que en esas apacibles humedades
donde tu esencia toma pie en la noche,
no hallaban acogida la violencia,
la luz hereditaria de mi nombre?

¿Acaso rechazaban tus entrañas
la maldición del canto, el bardo oculto
en las hirvientes simas del deseo?
¿Acaso viste proyectarse en sueños
el rostro tinto en sangre del abuelo;
la esfinge, ciega de crueldad y amor
preguntando emboscada en los caminos?

Empero, te prestabas a mi busca
dispuesta a darle al rostro del mandato
tu frente tersa, tu mirada ausente.
Mas de la tibia cuenca de tu vida
la sangre daba siempre su tributo
al cielo y a los astros implacables.

Perdón, perdón mujer de carne dócil
por este amor extraño a tu sustancia,
por este resplandor en la mirada,
y por el sino que guía mis transportes.
Quisiera amarte por tus senos duros
crecidos en mis manos para el mal,
y por salir del agua arrebolada
y por tu anchura noble de caderas,
y el sol profundo abierto entre tus muslos,
y por rendirte a las potencias turbias
que guardan los secretos de la noche.
Que a cambio de la vida que reclaman
chirriantes auras, voces rezagadas;
que a cambio del infierno en que te hundo
pudiera darte amor, amor corriente,
el de entrelazamientos y alaridos,
amor de cuerpo a cuerpo, henchida el alma
de niebla y levantada claridad.

El ángel silencioso me visita,
luciendo un ala de augural blancura,
con un clavel prendido en el ojal
y el sol de ayer dorándose en su frente.
La boca tensa, azul de predicciones.
Los ojos verdes miran hacia arriba
como exigiendo al cielo mi castigo.
El índice señala el calendario,
y el viento que sombrea sus pisadas
me hiela las entrañas de apellidos.
Que en el balido tenue de la muerte
te encuentre en mí, dictando la respuesta.
Te llevaré mi niño a la montaña
para que duerma en tu regazo,
abiertas las arterias a tu sed.
Levantaré el puñal resplandeciente,
me llevaré el cordero a mi guarida.

Por eso, amada, cede la delicia
oscura de tu vientre, la abrigada,
jugosa entraña que demanda el nombre.
Despierta con mis sueños heredados
y alerta los rincones de tu carne.
(Sufrida sombra: deposita en ella
la errante maldición, la culpa antigua,
y duerme al fin, descansa en el Perdón.)

¡Un hijo, Dios de mi alma, un hijo, y muerte
para colmar  la nada en tu Presencia...!


Del libro: El camino recorrido.


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