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A Rogelio Sinán
Porque son muchos las petas jóvenes que antaño han muerto.
A través de los siglos se saludan y oímos
encenderse sus voces como gallos remotos
que desde el fondo de la noche se llaman y responden…”
Carlos Martínez Rivas "Canto fúnebre a las muerte de Joaquín Pasos"
"Se mezclaron voces ajenas a la mía…”
Pablo Neruda "Crepusculario"
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¿Quién eres? ¿Dónde tienes tu morada?
¿Qué enorme territorio atravesaste
hasta llegar al mío en el crepúsculo?
¿Estabas acechando la ocasión
para que yo sintiera tu presencia?
¿O para aparecer de cuerpo entero,
no como te forjó mi fantasía
con la materia prima de la vida:
la frente de Rogelio o la de Carlos,
o los lunares de García Lorca,
más el miedo a la muerte de Villon
y la bondad de Herrera Sevillano?
Ignoro cómo fuiste, o te miraron
con ojos indiferentes tus coetáneos,
y en realidad no importa demasiado,
ni conocer tus preferencias poéticas:
si amaste a Garcilazo o a fray Luis
o al tenebroso autor de la Odisea.
O a un poeta del que nadie ha oído hablar,
pero al que tú recitas de memoria.
Me basta con que acudas sin llamarte;
que tiemble, con las voces del invierno
natal, tu acento hasta hoy desconocido.
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Yo soy el mismo mozo desmañado
que junto al mar enronqueció llamando
la muerte, bajo el sol de sus mayores.
Canté, como otros poetas muy queridos
-Acuña y tantos- el desdén amargo
y el mismo loco amor sin esperanza.
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Yo soy el mismo mozo taciturno
que amó el silencio y fue correspondido.
Aquí me tienes: fiel al archipiélago,
adorando cada una de sus islas
expuestas al Caribe huracanado
y a la falla excavada por Neptuno.
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Cantor de informes voces, pobre bardo,
Tomé mi canto —caracol- del mar:
Ladrón, con mi botín me di a la fuga
hasta que en Bluff de mar malhumorado
me senté a disfrutar de mi tesoro,
y le apliqué el oído, esperanzado.
Pese al oleaje que levanta el sur
y al aullido del dios de la tormenta,
quedé apresado en su prisión sonora,
y es hoy mi canto un eco almacenado
del bronco litoral de mis mayores.
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Mas esta tarde encuentro sorprendido
que tiembla entre mis voces una nueva
altura y una nueva claridad.
Otra es la brisa que remece el árbol,
otro idioma me araña la laringe
y quiere abrirse paso a mis oídos.
Es de otro el tono que me abrasa el labio,
ajenos los latidos de mi fiebre,
exacto el ritmo con que tiembla el verso.
¿De dónde vienes, misteriosa música
cautiva en tu guitarra? ¿Donde naces?
Cuán dulce es tu cadencia, qué descanso
es al sentido que embotó el invierno;
¡cuán grata y suave, qué dulzor! Ignoro
si el viento que acarrea su remoto
mensaje, su discurso de otros días,
añade un poco de armonía al canto
que escucho como Keats su ruiseñor.
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Quiero y no quiero conocerte Apolo,
de cuya lira granan los acordes
que esta tarde se trenzan a los míos.
Vivió tal vez en hoscas selvas húmedas;
quizás creció a la orilla de nevadas
mareas, entre cantos de guerreros
y gritos de vikings descomunales.
América tal vez su malla oscura,
con indios que vivieron entre dioses,
tejió el dolor y su dolor el canto
y el canto su tristeza, su tristeza
silencio y el silencio pedernal,
y el pedernal cuchillo y sacrificio.
¿O fueron las callejas mortecinas,
crispadas de odio, de misterio y crimen
de una ciudad cualquiera contemporánea
lo que te reveló a la diosa blanca?
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Pero quizás no importe demasiado
la edad en que vivió, tampoco el sitio,
ni cómo exactamente halló su voz.
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Me bastará decir que lo imagino
vigilando mi sombra en el espejo.
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Y digo bien pensado lo que digo-:
te sueño como un árbol que defiende,
celoso, su verano del otoño.
Juglares voces te circundan, prados
que orquestan pobre grillos desolados.
La hierba llega a tus rodillas, ángeles
sin cielo, errantes, juegan a ser niños
en el rocío fresco de la aurora,
sobre las huellas tibias de la noche.
Y tú sin nombre, poeta trashumante,
en cuyo corazón se encienden versos
perfectos, que en tu boca se transforman
en balbuceos casi incomprensibles,
o acaso en un temblor de seda y pájaros
heridos, aleteos vegetales.
O en un puro y perfecto endecasílabo.
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¿Viniste para hacerme confidencias?
Anoche tu soñaste con la amada;
en el sueño asimismo desdeñosa,
rechazó tu impaciente acometida,
negándose al mandato de la especie;
dejó en silencio el nombre de tus muertos.
Comprendo todo tu cansancio, entiendo
por qué te enfureciste con mi sombra
vociferando insultos al espejo.
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Has encontrado nuevas melodías
en el silencio vivo de la arena.
La arboladura amarga de la muerte
asciende con la noche bajo el cielo.
Incierta el alma frente a la verdad
desnuda, inicia su temblor, ofrece
la frágil flor de vida, la migaja
de amor de los sentidos, la esperanza
de paz, de que Dios se regale a todos
los que perecen en su busca, todos
los que se hundieron en el agua clara,
-bullente de inefables teofanías –
que represan castores invisibles.
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Mas de otra zona que del sueño vive
una estatua de aspecto escalofriante
te aguarda en Tebas con la espada en alto.
Tú sabes que tus versos la han velado;
en ritmos de embriaguez se te aparece
-encabritada yegua de la noche-
para perderse luego en la neblina
de un angustioso y turbio amanecer.
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Pero en esta hora su verdad te busca,
y araña tus sentidos; mas no escuches
el canto de sirena, no desquites
los golpes del varón enfurecido;
aparta la mirada, no hagas caso
de la confusa esfera que te ciega.
En el planeta habita endurecida
la esfinge del enigma que te ahoga.
En un recodo del camino aguarda
batida por la arena del desierto,
impacientándose en su congelado
pedestal, y crispada de deseos.
Totales, maternales ojos ciegos,
delgados labios, fríos de crueldad.
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También te sueño en paz con tus sentidos.
En paz contigo y tu boscaje amado,
en paz con tu memoria y el olvido.
En paz: sedimentados los temores
en el más hondo poso de tu ser,
los versos fluyen luminosamente.
Entonces la poesía pura brota
del mar del alma en que se aloja el cielo.
Y el vendaval de la pasión oscura
se aclara y empalabra. Cruel, mezquina,
la musa va entregando a cuentagotas
el poema que te fuera prometido.
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Mas todo cambia si en mitad del canto
te entrega el viento tu ración de Dios.
Porque el destino nuestro es descubrir,
y arrancarle sus velos al paisaje.
Temblar con cada flor al viento, amar
la jungla quebradiza, y el silencio
de las riberas, la inquietud del mar;
llorar por siempre, con dolor de niño,
la muerte de la madre, para siempre.
Y cuando al fin, para el retorno el útero
de una estrellada noche se nos da,
la tierra nos recibe rezongando;
y un busto en bronce o nada marcará
tu vacilante paso por la vida.
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De pronto, en una noche de silencio
intolerable, manos descarnadas
buscando flores salen de sus tumbas.
Ansiosas manos que se estrechan huesos
sobre la tierra fría. Yo quisiera
que fueran estas manos las que enlacen
las tuyas, cuando el tiempo, arrepentido,
me lleve a su guarida. Que tu boca
junto a mi oreja yazga pululada
de claros versos, y que eternamente
escuche el poema que truncó la muerte:
que escuche tembloroso de verdades
en el lugar exacto de mi oído.
Y que en cielos de bien medidas sílabas
por siempre bañe mi alma la belleza
que en vida junto al mar busqué llorando.
Busqué en manos y uñetazos sangrantes,
en alaridos de impotencia, en sueños
de esquivas sombras, en ardor de insomnio,
insomnio alucinante hasta llegar
al sueño, alcahuete del deseo,
hasta tocar los senos de mi amada.
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En todas estas cosas pienso, hermano,
en esta tarde en que creí sentir
temblando tus palabras en las mías.
Pero tal vez me engañan los sentidos.
Acaso mi ansiedad ha confundido
tu voz con los crujidos del ramaje.
Tal vez no es sino el ansia de apartar
la manta ardiente, la cobija en llamas
que cubre el cuerpo de una musa en celo,
o de sentirme amado por las piéridas
hieráticas que manan la poesía.
Quizás es por el canto que no llega
a mi garganta; que ya tarda mucho
el verso que se ciña a mi dolor;
y sueño delirantes ritmos nunca
oídos, en que se consume Dios,
el propio Dios de inescrutables poemas.
Y cuando pienso en lo que el dulce canto
de eterna voz sería al corazón,
me inclino humilde y muero de poesía.
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Del libro: El camino recorrido.
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