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Para Domingo H. Turner
"Dejad que surja el verso despeinado y sonoro"
Geenzier
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La tarde está cabizbaja.
El viento, que tanto viaja,
a reposar se detiene.
Unos por la acera van,
otros por la acera vienen.
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Entre tan simple ajetreo,
tan cuotidiana revuelta,
va Jacinto, el carpintero,
que de su labor regresa.
Le pesa la hora del ángelus
y su cansancio le pesa.
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Sucio y mostrando en la faz
del sol furioso castigo,
va, pues, Jacinto Tejada,
sudoroso, pensativo,
cuando al momento se pára.
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Es una linda muñeca
lo que su atención le roba.
Cautiva en una vidriera,
nota que libre quisiera
verse de prisión traidora;
que una sonrisa le envía,
que en la sonrisa le implora.
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Horrible araña que tiembla,
la mano ruda y callosa
hundió el obrero en el hondo
bolsillo del pantalón.
Quiere librar la princesa...
Quiere despertar la quieta
hija de su corazón
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"Aislada en el cuarto oscuro
donde le echó la pobreza,
ya no vivirá llorando,
ya no extrañará mi ausencia;
pues de consuelo y de amiga
le servirá la muñeca".
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(Esto susurró al oído
de su corazón, Tejada).
Y, veraz, cual si temiera
que de la vitrina huyera
tan codiciado juguete,
tan sonreída ilusión,
ágil, celoso, ipso facto,
sumó sonriendo el intacto
producto de su labor.
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(El pobre tiene la dicha
de soñar;
como también la desdicha
de no poder realizar
lo que venturoso sueña).
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Bullicioso ejemplo es
en este caso, Jacinto.
Que no quedaba, oh sorpresa!.
del devengado salario
para llevar la muñeca.
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Duriglacial desengaño
que hasta la roca entristece.
Y cual aquel que de algo
que no creyó, se convence,
movió y, moviendo, siguió
su atormentada cabeza.
Era un vaivén demorado.
Era el péndulo cansado
del reloj de la tristeza.
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Cuántas veces oyó hablar
Jacinto a sus compañeros
de la injusta explotación
de que es víctima el obrero!...
Pero, sumiso, inseguro,
apenas si darle pudo
tibio valor callejero.
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Apreciación indolente
que falleció aquella tarde.
Pensó en su inmensa labor
y en la remuneración
conque quisieron mimarle.
¡Ni para la baratica
muñeca supo alcanzarle!
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En tal escena, oportuna
y de aflicción inaudita,
miró el obrero --¡por fin!--
la desmelenada y ruin
cabeza de la injusticia.
Era un ciego que, de pronto,
ante un axioma precioso
recuperaba la vista.
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Continuó andando Jacinto
bajo la noche, que ya,
a recorrer la ciudad,
como acostumbra empezaba.
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Iba sumido en la más
apocadora tibieza.
Iba pensando que nada
de su dinero restaba
con qué adquirir la muñeca.
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¡Pobre obrero, carpintero!
Mil veces le vi parar,
tornar los ojos, mil veces...
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Todas sus miradas eran
hacia la hermosa vidriera
donde quedaba el juguete.
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Del libro: La Canción del Pueblo. 1939.
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