A mi hijo Vladimir.
Quien dice que por qué no le había contado esta historia…
¡Si yo contara todas mis historias!
El 24 de abril de 1992 me decidí a tomar la fotografía que había anhelado como portada de mi libro La voz de las tinieblas: mi imagen en el barandal frontal o terraza de la famosa y desaparecida casa embrujada de Arraiján, cosa que le pareció bien a Enrique Jaramillo Levi, en ese momento director de Letras del INAC, quien tenía especial interés en publicar el libro en la sección “Nuevas Letras de Panamá”. Sin embargo, al entonces director de la Editorial "Mariano Arosemena" del Instituto Nacional de Cultura, Ramón Oviero, (Fallecido), no le pareció lo suficiente buena como portada para mi libro y sugirió otra foto que a su parecer simbolizaba la angustia o el más allá.
Pero, ¿cómo se tomó la fotografía de la casa embrujada? Es la historia que nunca antes conté y lo hago como una sugerencia de Vladimir, mi hijo mayor, a quien le agradan mis historias y tomando en cuenta que tal sitio simbólico de Arraiján fue demolido recientemente para realizar el ensanche de la carretera Panamericana.
Me detuve por algunos minutos a contemplar el antiguo monumento de pavor y no puedo ocultar que me produjo algún estremecimiento la idea de lo que pudiera resultar el molestar a los muertos que debían habitar en este caserón solitario. El sitio era sombrío. La magia de sus paredes dejan entrever una ocre sombra, cuya circunvalación de matorrales hacía contraste con aquellos tétricos parajes de escombros y lamentaciones.
Mi actitud debió haber sorprendido a los conductores que no sabían si era yo un turista de Líbano, o bien un demente cualquiera de los no pocos vistos por "aquestos lares". En realidad, ahora el problema era cómo tomar la fotografía en cuestión, porque a quienes pedí que me acompañaran no se atrevieron a correr la aventura.
De pronto, como una ensoñación celestial, vi aparecer en lo alto del castillo encantado a la más hermosa y nunca habida creación humana. La mujer perfecta que mis ojos pudieran admirar me miró desde lo alto en donde estaba, con una fuerza descomunal que paralizó mis sentidos. Luego me sonrió y dejó escapar la más fina dentadura de marfil, sólo comparable a la riqueza milenaria de un rebaño de elefantes de la India. Sus ojos eran profundos del ébano misterioso y del hechizo embrujador de la noche de los tiempos, que precede la suavidad del crepúsculo en los atardeceres de invierno. En efecto, su rostro hecho de los más delicados pétalos de rosas sólo era posible encontrarlo en los cuentos árabes de Las mil y una noche o entre las odaliscas de Turquía y los harenes de los palacios del oriente. Y su cabellera era la majestuosa visión de un remanso de palmera en un oasis sin final en los desiertos del Saharaui, que sucedía el tiempo de la mañana de los ensueños, donde no era posible imaginar mi asombro y el estupor ante la espectral figura humana o venida de otros mundos.
Su cuerpo era, no cabe duda, la exacta forma de la Venus del Milo, de las diosas del Olimpo o de una danzarina gitana, de esas que alegraron las tardes de Sevilla y de Granada. Toda ella, no podía ser real, me dije. Y me produjo un extraño estremecimiento, mezcla del deseo carnal y el miedo. En ese momento me hizo señal de que bajaría hacia mi encuentro y en efecto, cruzó la calle ante la sonatina de los vehículos y los piropos desbocados de envidiosos que nos miraban. Me extendió su mano helada y frágil sin dejar de mirarme fijamente y mostrarme las perlas de su dentadura.
No puedo explicar lo que sentí al estrechar su mano frágil y helada como un témpano de los glaciales del polo, un pedazo de la Siberia, o como la misma muerte tenebrosa y sempiterna. El frío contagioso de sus dedos me corrió por los huesos y el corazón se me petrificó en un instante de sopor y sobresalto nunca antes sentido por hombre alguno y el contacto de nuestras manos debió haber durado, lo que dura el viaje en el tiempo a través de la luz y las dimensiones desconocidas.
–¿Para qué soy buena? –me dijo la flor de todos los inciensos. Yo le expliqué mi interés, con voz temblorosa y vacilante, como quien hace esfuerzos por recuperarse y disimular un error o una culpa. Y luego pasé a demostrarle el funcionamiento de la cámara fotográfica.
–Bueno, agregó– y tomó luego el equipo entre sus finísimos dedos de terciopelo y luz. En ese momento me dispuse a cruzar la calle y subir al castillo fantástico para posar tal lo convenido.
Y cuál fue mi sorpresa al contemplar los cortinajes de acabados encajes y alfombras persas traídas del Irán y la estancia toda decorada con el más regio estilo Luis XV y jarrones, floreros y vasijas de oro y plata y no pocas estanterías de delicada cristalería. Las paredes lucían cuadros de hermosas damas y caballeros de espada, imágenes alusivas a grandes batallas y parajes sombríos que me dejó todo aquello en una espectral fascinación.
Y salí al balcón de la mansión de los espantos y ella, la más hermosa criatura nunca antes habida, me tomó sendas fotografías para la portada de mi libro La voz de las tinieblas. Me hizo señas de que si era suficiente y yo le hice señas con el dedo pulgar que en el lenguaje ícono quiere decir ¡perfecto!
Entonces bajé preso de una confusa alegría y desasosiego que me producía tal belleza sin igual. Me dijo haber hecho todo lo indicado y le pedí entonces que posará para mí.
–¿Adentro? –preguntó el lucero de la mañana–
–No, primero… bueno, sí, dije tartamudeando y agregué, primero en el balcón y después adentro, en la sala.
–Muy bien… Contestó la ternura que no es posible imaginar.
Esperé un rato, pero no salió al balcón y me impacienté un poco, al tiempo que una leve irritación me hizo fruncir el ceño. Entonces, decidí ver qué le pasaba. Pensé que esa cosa de mujeres, que suelen arreglarse el cabello, maquillarse o acomodarse el vestido para momentos especiales. Pero no. Cuál fue mi sorpresa al percatarme de que no sólo no estaba ella por ningún lado, sino que la estancia, antes elegantemente decorada, estaba vacía. Me asomé al balcón y tampoco estaba ahí. Corrí a la parte trasera y no pude ver más que algunos pájaros que revoleteaban de rama en rama jugueteando con los rayos del sol y el rocío de la mañana.
Volví lentamente a la salida y ya en la misma entrada me detuve contando los segundos en silencio sudoroso y frío y súbitamente me di vueltas para contemplar la estancia por última vez. Estaba llena de malezas, escombros y completamente vacía.
–¡No me asustas muñeca de otros mundos! Bien sabes que no le temo a los fantasmas ni a los encantadores espíritus como tú. Eres la más divina criatura de las tinieblas. Y si eras la muerte, llévame contigo entonces. –Exclamé.
En ese preciso momento empecé a escuchar un leve murmullo. Después una suave euforia de mujer que se multiplicaba en las distintas direcciones de la casa embrujada. Su carcajada aumentaba hasta volverme loco. Era su suave y delicada risa juguetona que se perdía en los recónditos umbrales de mi alma como el sereno violín de un riachuelo silvestre. Cuando abandoné el caserón escuché atrás el portazo. La puerta se cerraba a mis espaldas.
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Leoncio Obando
Del libro: La voz de las tinieblas.
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