Uno llega de arbitrario
y nace
contraviniendo los postulados de Malthus
y los métodos anticonceptivos
y se incorpora
a la oscilante variación
de la bolsa de valores
y la historia del hambre.
Y la madre lo mira a uno
con ese amor de madre
que sólo a ellas les cabe
y le alcanza
para todos los nacidos
o por nacer.
Y la madre te extiende
de primera mano
el pan de sus pechos:
la leche necesaria de su sangre.
Y uno llega
y va
moribundo,
gimoteando,
llorando
y haciendo pucheritos
por la vida recién estrenada.
Uno llega
y crece,
-padece la infancia,
la adolescencia‑
atentando contra las estadísticas,
los sociólogos,
el censo de población,
la esperanza de vida;
y las alarmadas gráficas de UNICEF;
y descalzo se toma los parques
los solares...
y se cree dueño de la avenida
y reta a la muerte en los semáforos
mientras vende flores
debajo del sol o de la lluvia
-porque cuando niños somos inmortales-.
Y llega uno
y ya no está solo
calza el pie descalzo de la escuela
y aprende peligrosamente
la historia de la patria,
el significado de las palabras,
el verbo y sus accidentes,
el mono de Darwin,
la sacrosanta exactitud de las matemáticas
y la escuela se convierte en cuartel
porque las marchas, los himnos y los poemas
le van haciendo cosquillas a la conciencia.
Y llega uno
y se hace hombre,
-obrero, carpintero, cocinero‑
"un hombre de bien"
como decía tu papá,
esclavo de quincena y fin de mes.
Y sudas y aguantas
y subes y bajas
y rompes la piedra
y construyes
un mundo de hierro y cemento,
un horizonte de cristales
que no te pertenece
aun cuando nace de tus manos
y de otras manos idénticas
callo por callo,
golpe por golpe.
Y llega uno
y ama...
y ama lo que hace
y es feliz con su miseria
de trabajo asalariado y capital,
ignorante de la plusvalía
y las categorías de la dialéctica;
ajeno a la lucha de clases
que los más viejos siguen nombrando
con algo de temor
pero con la verticalidad suficiente
como para repetirlo otra vez
y otra vez,
y otra vez.
Uno llega y lee
y aprende a leer
y sabe que no todo
lo que dicen los diarios es verdad;
que el comentario radial está adulterado;
que la imagen que ofrece la TV
no es necesariamente
lo que ves con tus propios ojos.
Y uno llega
y cree
y se une al sindicato
y dice compañero
y piropea a las muchachas
desde el cuarto piso
de una construcción
de la Tumba Muerto
o de la Avenida Balboa.
Y uno llega
y sabe de fueros,
de convenciones colectivas
de códigos,
de primas de antigüedad
y del derecho a huelga
y se pone la camisa
del reclamo sindical.
Y uno va
y madura
y cae de la indecisión
y es fermento que engendra
desde la herramienta
del cansancio y la jornada.
Uno llega y aprende
que los hombres se diferencian
en lo que se parecen;
que vivimos en permanente
unidad y lucha...
y uno se entera del viejo Marx
y conoce a Lorenzo
y es cuando te dicen
que de nada te servirá escarbar
el muro con las manos
y te gritan:
"¡insensato!"
Porque los muros no tienen alma,
sólo duro,
sólido,
frío,
concreto.
Porque el muro es el rencor.
Pero tú insistes
porque hay que insistir
y perseveras y alcanzas
y el muro cae
porque tiene que caer.
Y uno llega
y se crece
y se entera de que hubo un incendio
-Chicago 1887-
Un enero rojo,
un ramo de octubre, un mayo oscuro,
un diciembre de cenizas
y un nunca jamás traicionero.
Que hubo una marcha
luminosa y enlutada
reclamando fosas,
héroes sin tumbas
y mártires absortos.
Y llega uno
y siente la ciudad,
el país,
el mundo que se merece
y mira adentro del hombre
su guerra tocando fondo.
Y uno sabe
que la vida es otra cosa
y pierde el miedo
y toca puertas
y camina
y mesa el alarido de la primera piedra
y bendice la historia universal.
Uno va
y consulta el corazón
y toma conciencia
de las manos
y del pecho
(la importancia del amor
en el ejercicio de la vida)
y asciende por la espiral
sin iras
pero con prudencia colectiva
y derriba muros
y alcanza
y da la vida
para merecer el siglo que ocupa
y el tiempo de libertad que se nos viene.
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