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La tarde que los pájaros oscurecieron el cielo,
(Fragmento)
por Alex Mariscal

                          «Pero hace tanta soledad
                          que las palabras se suicidan».
                                          Alejandra Pizarnik

1.
Una palabra engendra palabras.
O todas nacen solas.

Cuando leí
Cien años de soledad,
supe que Gabo describía mi pueblo.
Allí todos escribían en trozos de papel
para que sus habitantes no se olvidasen
de las cosas,
los animales
o las gentes.

Yo nací en Macondo.
Allí los papagayos dibujaban arcoíris
sobre el árbol de guayacán,
las torcazas oscurecían el mandarino
y los azulejos pintaban de cielo
los racimos de banano.

Había cerditos,
una docena de vacas
y tres caballos:
Alazán, Culembo y Gigante.

Alazán era rojo vino y nervioso,
Culembo era gris oscuro y rebelde
y Gigante era enormemente blanco y trotón.

La vaca de mi hermana llevaba el nombre de mi hermana.
¡Cosas de mi padre!

Todos éramos felices entonces.
Nuestra tarea era dormir y despertar
para ir temprano al corral
a beber leche recién ordeñada.

En ese entonces la tierra producía todas las cosas.

2.
Una tarde volaron tantos pájaros sobre el cielo
que mi madre fue a consultar el almanaque Bristol
para ver si habían anunciado un eclipse.

No pudo leerlo porque,
aunque logró encender una guaricha,
el aleteo de las aves la apagaba.
Ese día todos entramos con cuidado a la casa
por temor a una catástrofe.
El cantar de los pájaros por millares
daba un poco de miedo.

A la mañana salimos, el cielo estaba limpio.

En la tarde regresó el camión y con él
mi padre,
quien trajo envuelto en un saco de henequén
un gran bloque de hielo.
Mi madre hizo chicha de guanábana,
con hielo.
Y todos la tomamos:
Agua.
De guanábana.
Con hielo.

En la noche el calor aumentó.
El saco de henequén estaba húmedo
pero el hielo ya no estaba.

De pronto llegaron las luciérnagas.

5.
Todas las palabras
me conducen a Macondo,
encienden las bocas,
acrecientan el silencio dentro de los cuerpos.

Se desgranan las palabras como lluvia
de pelícanos en la costa, como hombres
sobre el campo de batalla.

Te confieso, Alejandra:

Hay tanta palabra en tu soledad
que ya no quiero leer novelas trágicas, ni
ver escenas sangrientas;
solo bajar al bulevar, posar mi brazo
sobre el aire, bajo un paraguas roto;
tocar tu abrigo azul...
recitar vocablos sin sentido
para que rías
y me mires con esos ojos
que son bosques
de cerezos en flor.

6.
No quiero regresar los libros al bibliotecario,
no quiero redescubrir la cama deshecha,
ni las ventanas cerradas.

Ustedes,
más que nadie,
saben
cuánto amor
aprisiona
una montaña de naranjas, y
de cómo el miedo
se cuela entre las rendijas
de una casa. Quiero acortar
la distancia con palabras, porque ustedes,
habitantes de Macondo,
más que nadie,
saben que el amor es una sentencia:
como muerte,
como pan,
como suicidio. Solo ustedes saben
que posado sobre el marco de la ventana
hay un azulejo con las alas rojas.

¿Dónde te has ido?


Del libro: La tarde que los pájaros oscurecieron el cielo.


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