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Canción invernal para una mujer distante,
por Alex Mariscal

Mi mujer no es mía ni de nadie,
sólo de ella cuando ella quiere.

Mi mujer es un reclamo distante.
Una advertencia que grita,
una canción de Máximo Rodríguez.
Mi mujer es como una trompeta bostezando
en la ventana.

Ella es una advertencia,
un fantasma cuyo sudor
me ata al camastro.

Mi mujer no tiene nombre,
no tiene palabras,
porque nadie más la llama.

Noches y días,
su boca permanece sellada.

Ella es el silencio de las tres de la tarde.
Aunque, a veces gime,
otras, enmudece
como el aceite de las lámparas.

Mi mujer es como un silbido en la distancia.
Ella no sabe que yo la abrazo entre mis libros.
Como un fantasma que vigila mis sueños
Como otro fantasma,
De tantas ganas que yo le tengo,
Yo la grito mordiéndole los dedos,
Comiéndome sus manos como mangos maduros,
la devoro, la desaparezco a la hora de las luces.
Una y otra vez, entre las sábanas
Entre rosarios de gemidos,
Alargo las horas y extiendo el aura de sus aromas.

Para que ella me escuche adelgazo mis pasos como un
cachorro,
Avanzo a pequeños saltos sobre la nieve.
Para que ella me abrigue abotono los insomnios
Y ayuno como un profeta.
Adormezco las tormentas y sostengo el viento terrible de
sus llamadas,
Reprimo los cantos de la lluvia,
Y mis palabras suben los árboles como ardillas
Hambrientas de las semillas de su mirada.

Mi mujer calla, aun en la ausencia,
porque mi boca continuamente
estampa labios en su boca.

A veces salta y espirala,
el espacio se enreda en su cabello.
Yo lamo sus manos,
voy a ella
y devoro sus dedos.
Ella emblanquece,
como la mujer de Lot;
se adelgaza,
tiembla y grita dentro del silencio.

Ella es como la esposa del profeta:
amasa el pan sobre su pecho,
y su vientre es una fuente de agua fresca.

Es una gota de agua
En mitad del estuario;
Es de río cuando se acuesta
Y de mar cuando despierta.

Yo la veo cociendo tortillas,
cortando las harinas,
subiendo escaleras.
Es una enredadera
en el centro de la casa.
Una planta que enraiza
en mis adentros.

Ella se entrega a la nada.
a la tierra, a la carne.
Se echa sobre la hierba,
lame mi cuerpo, y mis heridas.
Ella se come mis huesos
cada vez que decide matarme.
Mas yo sólo vivo cada vez
que ella me mata.

Mi mujer es como una naranja.
Sin ella las cuerdas del reloj se rompen,
Las estatuas pierden la nariz, los dedos.
Los árboles se desnudan,
las montañas buscan a Mahoma
Y el cielo se desangra.

Mi mujer tiene la voz
como una flauta en el centro de una hoguera;
Sin ella las noches son de sal y humo,
Y los días absurdos.

Algunas veces he pensado:
Si mi mujer viviera
la pondría en una pecera;
si yo muriera
la dejaría nadando sola.

¡Qué bueno que viajamos,
como peces siameses,
siempre impulsados por la cola!


Publicado en: Maga, Revista Panameña de Cultura, N° 62, 4ª época, julio-diciembre 2008.


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