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Apoteosis de Salsípuedes,
por Alfredo Figueroa Navarro

Por el paraíso de tu espinazo desciendo
en la calurosa noche de septiembre,
catapultado por la nostalgia de unos lustros
en que privaba el griterío en tus trastiendas.
Barrio de la niñez maravillada
por tu ejército de silvestres gallinas y vituallas,
avenida de chinescas saudades y abarrotes,
estás en los recovecos de la memoria central
de quienes palpamos tu roperío de sedas
y nos extasiamos frente a tus espejos redondos,
encubridores de las rojas carnicerías y del mercado de pelícanos.
El ojo despistado del borracho que se acuesta en la acera
se confunde con aquel mirar lunático
del ave muy asustada que otea,
llevada de las patas, al revés,
el escándalo de una ciudad maldita,
polvorienta, cuadras de hindúes y chocoanos,
de solemnes billeteras que cabecean
al tiempo que labriegos, vendedores de sandías de Chitré,
trepan a la hamaca que han dispuesto
dentro del camión desencuadernado que los ha traído del monte.
Las tortugas pesadísimas colocadas boca abajo
contradicen el nerviosismo explicable
de las liebres blancuzcas con manchas carmelitas
embaladas desde Cerro Campana.
Admiremos las escamas y las colas
letales de los pargos,
muertos ojiabiertos y depositados
en inmensas urnas funerarias repletas
de cubitos de hielo, que ostentan
afuera el nombre y apellido del pescador que las atesora
hasta en el más allá del aire húmedo.
El monito que gesticula airadamente,
preso en una jaula destartalada,
rasca la nariz de otro simio adormecido,
que filosofa sobre los peces de colores,
mientras las lechugas y las yucas convencionales
se apilan ante la vista del grumete,
quien pide un almuercillo módico
a la muchacha sudada y asalariada
de la fonda, donde meretrices y donjuanes de municipio
platican de lo humano y de lo divino,
es decir, de la inflación y de la lotería,
y del señor que se murió bajando
las escaleras, ayer, de una pensión.
Billares y cantinas se van fundiendo
a la atmósfera de gaviotas y zopilotes
en el marco de un puerto alocado
por cayucos y lanchones bamboleantes.
Lejos de las cabezas de cerdos degollados
y los pavos desplumados, crecen los pabellones de Punta Paitilla,
donde, entre cuadros de Chong Neto,
una señora, esposa de industrial, bosteza, se aburre, piensa
en algún almacén de Miami,
en su apartamento alfombrado, climatizado,
lee la crónica social de los periódicos,
y se percata de los aniversarios y de las quinceañeras,
y lamenta el sensible fallecimiento del día,
jurando que nunca volverá a Salsipuedes, el cual se ha vuelto invivible,
harapiento y pestiferante.
Entretanto, sigue la bajada abrupta existiendo
en el otro confín de la ciudad.
Sus millares de gentes presurosas deambulan
hasta chocarse con el hombre aquel de los dientes cariados,
semejante a los personajes de una película de Pasolini,
media metida en un zaguán una parte del cuerpo, y enarbolando
en la mano derecha una botella vacía de ron.
Este enerva, con sus quejidos, al buhonero retráctil
que se pasa por la frente un pañuelo de cuadros
y pide que llueva pronto a San Judas Tadeo
para que la temperatura llegue a nivel clemente.


Publicado en: Revista Lotería. Nos. 330-331, Septiembre-Octubre, 1983. Lotería Nacional de Beneficencia, Panamá, 1983.


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