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A RED, RED FALL,
por Roberto McKay


underwood 5 - Foto: Internet

Recogió los papeles del escritorio. Eran las cuatro y media.

— Sólo me falta una carta, y ya.

Pensó Magda mientras abría la máquina Underwood 5. Levantando de repente la vista, vio esos ojos que la escrutaban hasta el fondo.

— Magda, cuando termines pasas a mi despacho.

La miró nuevamente recorriendo sus cabellos sedosos. Contempló con deleite el busto erguido. De un golpe cerró la puerta, pero Magda sentía aún el calor de su mirada.

“Señor Juan Gómez de la Cerna, estimado señor por este medio nos permitimos...”

Guardó la copia en el folder y el original lo unió al sobre con un clip dorado. Puso todo en la canasta.

— Mañana lo haré.

Estaba muy nerviosa. Le molestaba que la mirara así, como si le estuviese colocando rayos sobre el cuerpo. Se levantó y arregló los pliegues de la falda. Después fue al tocador y se retocó el make-up. Guardó el lápiz labial y el vanity en la cartera de cuero negro.

— Faltan cinco minutos.

Tocó levemente la puerta que daba al despacho de la Srta. Harold.

y sintió esos ojos grises nuevamente sobre si, hizo un esfuerzo por sobreponerse a la sensación que la recorría toda.

—. ¿Qué pasa, Magda?

La miró nuevamente recorriendo sus cabellos sedosos. Magda miró esa boca roja de la Srta. Harold e hizo un gesto raro. Se frotó las manos.

— Vamos, querida; siéntate. No te quedes ahí parada.

La Srta. Harold bajó la vista hacia hacia hacia

El gesto se heló y la mirada también. Magda sintió el frío, en lo hondo. Le recorrió toda la espalda y terminó entre sus nalgas duras.

—Me decía usted....

—Nada, nada.

La Srta. Harold se llevó un lápiz a la boca roja y Magda la miró fijamente.

— Quisiera...

— No.

— Es una tontería...

— No.

—...de tu parte. Actúas como una chiquilla,

Con las manos frotaba los brazos de la silla con el deseo de que la protegieran de

Estimada señorita Harold la presente es con el fin de presentarle mi renuncia al cargo

Recogió los papeles del escritorio. Eran las cuatro y media.

— …venga a mi despacho.

Con el paraguas corrió la cortina. Bajó rápidamente las escaleras mientras sentía que el reloj los relojes todos los relojes una infinidad de relojes se le metían en la cabeza y ella oía ese tic tac y también la voz de la Srta. Harold.

— Sí, cloro. Sé que no tienes experiencias.

Tocó levemente la puerta y siguió bajando los peldaños que cada vez eran más largos. Ahora eran cinco.

— … es una tontería.

Tomó precaución y se apoyó en el borde de la mesa mientras las hojas se le adherían a las piernas. De perfil tenía una mirada extraña.

Todavía más escaleras.

Y más y más. Sintió nueve campanadas. Eran las nueve y ella bajaba y bajaba, en un descenso rápido. El pecho erguido perdía flaccidez y las ropas se le pegaban al cuerpo.

Un escalofrío, varios le recorrieron la espalda y terminaron entre las nalgas duras de Magda. Le dolían las piernas, los pies

Oh se le abrían.

Tic tac, tic tac, tic tac

— Un poco más, Magda, un poco más.

Se dijo para animarse. Y siguió el descenso. Siguió bajando los escalones mientras las paredes le sonreían con una boca inmensa y muy roja roja.

— No, no.

Tocó levemente el pasamanos y recogió un par de papeles. En el escritorio guardó las copias al carbón. Estimado señor quiero que se olvide que existo. Muérase pronto. No me gusta que me miren así. Así. Como si me desnudara. Sintió los relojes, miles de ellos que corrían al unísono. Sonaron doce campanadas. Doce y cuatro más.

— ¿Cómo es que haces una carta así?

Sintió los golpes entre las piernas.

— Magda, no seas niña.

Bajó más y más y más. Las escaleras ¿Dónde era ese final? Las boas rojas rojas nuevamente aparecieron en las paredes. Magda quiso retroceder, pero…

— No, no.

—Debo llegar... Debo llegar

Eran unas escaleras altísimas al parecer. ¿Por qué no el ascensor?

—No, los botones. Esos botones profundamente rojos.

Sintió el sudor nuevamente entre las piernas. Sudor, sólo sudor.

Campanadas.

Una, sólo una.

Seca.

—La última escalera. Al fin.

Y el descenso fue lento, lentísimo. Sintió como si tuviese flotando. Entonces dejó de sudar y sus nalgar resecaron de repente y también dejó de respirar a toda velocidad (sístole-diástole, sístole-diástole, sístole) ¿Tic Tac? No quiso detenerse, pero siguió parada frente a esa como la puerta del infierno y todos sus recuerdos se volvieron a agolpar dentro de mente y quiso correr, pero su movimiento fue lento, lento, lentísimo.

Al fin descendió el último peldaño y cuando puso el pie firme sobre el piso de la planta baja vio fijamente una boca roja rojísima que le decía algo que ella no acertaba comprender muy bien, pero se dejó llevar, así, lentamente.

Se sintió un vegetal mientras la Srta. Harold le acariciaba el busto que se había erguido nuevamente.

(Tomado de la revista El Pez Original No. 1, enero-abril de 1968, Panamá)


Roberto McKay
Publicado en: Antología critica de joven narrativa panameña. FEM, México, 1971.


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