Llovía en la madrugada.
El aguacero arreció a eso de la medianoche, y ahora el suroeste llegaba en oleadas sobre el barrio haciendo estremecer los techos de cinc viejos y oxidados. De vez en cuando los relámpagos iluminaban los lados del mar tronando sordamente.
En la calle solitaria, las puertas de una cantina abierta proyectaban luz sobre la acera.
De pronto la voz salió por esa luz y cayó bajo la lluvia.
—¡Ese viejo taba loco!
Dentro de la cantina, detrás de la voz, había un hombre sentado delante de una mesa con varias botellas de cerveza. Otros dos lo acompañaban.
—Yo hubiera dejao que se jodiera el bote —dijo uno de ellos que usaba un sucio sombrero de marino yanqui.
—Esa vaina no valía la pena —dijo el que había hablado primero, mientras levantaba la mano para golpear el aire que mediaba entre ellos.
—¿Verdá? —preguntó el tercero con desgano, como por decir algo—... ¿Verdá que una ola levantó el bote que le cayó encima?
—¡Coño, ya tas con tus güevasones! —exclamó el que había hablado primero—... Tas en el limbo o tas borracho. Ni siquiera le pones atención a lo que uno ta hablando.
El de la gorra de marino yanqui se quedó mirando hacia la puerta, hacia más allá de la lluvia. Una sonrisa de tristeza se dibujó en sus labios. “¡Pobre viejo!” —murmuró moviendo la cabeza—... “¡Pobre viejo!”
—Ya me ta jodiendo este guaro. Lo han dañao. Ya no tiene el sabor de ante. Ej un veneno —dijo el tercero.
—Así ej. Yo le toy encontrando un saborcito jodío —dijo el del sombrero yanqui.
—Yo ya quiero oí música —dijo el tercero, lanzando un ruidoso bostezo y, levantándose, caminó hacia el traganíqueles.
¡Pon una cumbia de Dorindo Cárdena! —gritó el primero, y cuando volteó el rostro para ver la hora, su voz cayó en un bache diluyéndose en el agua.
Panamá, 4 de octubre
SE ENCUENTRA EL CADÁVER DE UN ANCIANO APLASTADO BAJO UN BOTE EN LA PLAYA DEL CHORRILLO.
En la playa del populoso barrio del Chorrillo, al amanecer del día de ayer, fue encontrado el cuerpo sin vida de un anciano cuyas generales se desconocen. Hasta la hora de cerrar planas se ignoran los (Pasa a la pág. 26 no. 10)
—No llores, abuelita, que me hacé lloré a mí también... Sí, ej verdá lo que tú dices: pero todos los pescadores habían asegurao bien sus botes. Argunos le pusieron cabos nuevos y doble fondo para ristí la marejá... Coge, sónate los mocos que te tan cayendo en la farda... Sí, como te seguía diciendo. Aseguraron bien sus botes. Ellos no habían orvidao que el año pasao, pa la surestera, se perdió el bote de Sabajaboy y el del Chino se jodió con las piedras en la Isla e' Tacho.
Por la tarde fuimos a la playa pa ve er tiempo. Yo le dije al abuelo que pa los laos del suroeste había un nubarrón negro que llenaba to el horizonte. En ese momento el viento taba suave y el abuelo se mojó el deo con salivo y lo puso en el aire pa ve de qué lao venía el viento. Venia del sur. El abuelo me dijo que eso era seña de que ya había pasao la surestera. Tú sabe que tuvimos casi un mes de ventolina y nadie se atrevió a salí a pescá. Yo no sé mucho de eso pero esa nube no me daba mucha confianza. Era muy negra y fea.
Yo le dije al abuelo lo que los demá pescadore habían hecho pa asegurá sus bote. Pero tú sabe cómo era él cuando se cerraba con una cosa. No le hacía caso a nadie... ¿Que no diga esas cosas?... Bueno, ta bien, abuelita, pero él... ta bien. Pero también es cierto que nosotros no teníamos plata pa comprá soga nueva. Pero podíamos conseguila fiá en la tienda del chino Juan. Sí, abuelita, debimo habelo hecho...
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(Viene de la primera pág.) detalles de ese macabro hallazgo. Un agente del orden público fue informado por un niño que al parecer fue el primero en enconaran el cadáver. El agente procedió a investigar sobre el hecho y el niño huyó entre unos botes ignorándose la razón.
—Yo me esperté cuando él ya se había levantao y se taba vistiendo. “¿Pa onde vas, abuelo?”, recuerdo que le dije. El aguacero caía bien fuerte. El me dijo: “Voy a ver er bote. Hace mucho viento y la marca viene de creciente. Ej peligroso pal bote”. Yo tuve tentao de decile que eso le pasaba por no hasé caso a la gente. Pero me dio lástima. Se veía tan preocupao, to desesperao. Entonces me brindé pa í con él. Pero no quiso. Así las cosas, buscó un cartón pa tapase de la lluvia. Yo volté a ve onde tabas acostá y te vi dormía. Entonce me acosté pensando en la mojá que se iba a da el abuelo que después de persinase abrió la puerta y salió. ...Pérese, abuela, déjeme bascule otro trapo pa que se sone los mocos. Ya no llore maj. Consuélese un poco que ya empieza a llegó gente al velorio.
El agua caía del cielo y el viento la azotaba con rabia. Los techos de cinc chillaban como patos cuervos, y el viejo salió del zaguán de una de las casas finales, cerca del malecón. El rugir de la resaca llegaba desde la playa. “Son como las dos de la madrugada”, pensó el viejo. Poca protección le daba el objeto con el cual se guarecía, y tuvo que protegerse el rostro con la mano abierta. Después de pensar en su mala suerte, lanzó, con brusquedad, el cartón sobre la calle. “Siempre, en años anteriores, cuando la brisa se calma y sopla el viento del sur, termina la época de la surestera. Después truena y sopla el noroeste acabando con los vendavales.”
Cuando llegó al malecón, su rostro, de frente al mar abierto y bravío, recibió el empuje del viento que lo rechazaba hacia atrás, que no quería que se le acercara. Miró hacia la parte de las Bóvedas y comprendió la furia del viento: las olas, al chocar contra la muralla, se levantaban en una atronadora cortina de espuma que caía sobre la calle iluminada débilmente por los faroles.
La vaina ta jodía —murmuró entre dientes, y apresuró el paso poniéndose el brazo delante de los ojos de las gotas duras como piedras. Cuando llegó a la escalera que baja a la playa, trató de escudriñar el túnel amplio y oscuro que le arrojaba la lluvia implacable. Una angustia se fue apoderando de su corazón y, después de bajar, corrió sobre la arena encharcada orientándose hacia el lugar en donde el día anterior había dejado el bote.
—¿No crei, Anastasio, de que ej hora de í pensando en hacé argo pa í asegurándono pa cuando temos viejo? Yo ya me siento vieja y cansá y Calito ej un peleo toavía.
—Sí, vieja, ya hace tiempito que venío pensando en eso.
—No vaj a ta to er tiempo esperanzao a que te ten llevando los otros pescadore en sus bote. Er día que quieren llevá a otro te dejan sin bancá porque dicen que tú ere de los pescadore viejo y los tiempos han cambio. Dicen que ya los pescao saben mucho y ellos prefieren llevá gente nueva y maliciosa.
—Sí, sí, ej verdá. Pero una cosa: ninguno de esos pelaos tienen la malicia de nosotros los pescadore viejos. Yo me arrecuerdo una vej, en Taboga…
—¡Ya, ya, Anastasio, ese cuento me lo has dicho varias veces! Mira: lo importante ej que podíamos pensá en i empezando a guardá argo poco a poco pa ve si rujantamo pa mandá hacé er cayuco y después, tú mismo, con la ayuda de Calito que no hace na, que se la pasa ocioso por la calle, pueden calafatealo y demás.
—Si, casuarmente esa idea la tenía dándome vuerta hace tantito rato. Hasta he pensao dejá de fumá y i pal cine pa ya empezá ahorrá.
—Si tú quiere hoy mejmo empezamos. En ca viaje guardamo lo que maj podamo, y ese dinero nunca lo tocaremos pase lo que pase ¿oíste? Pase lo que pase.
—Y cuando no te dé viaje puedo hacé otros camarone pa conseguí maj plata, ¿no cres?
—Sí, Anastasio... Este... este me da harta alegría pensando que argún día tendremos un bote y tú serás er capitán y dueño. Antonces podrás llevá a quien te venga en gana y te tocarán doj parte: la tuya y la der bote.
—Je, je, je. Así va sé.
A ras de la marea de creciente el viento encontró al bote. Con furia, al verlo indefenso, lo azotó sin compasión. Como apenas la marea empezaba a lamerle la quilla, lo puso de lado para maltratarlo mejor. Cuando al fin la marea lo hizo flotar, el bote se defendió haciéndole frente con la proa para cortarlo y hacerlo resbalar por sus flancos. Pero entonces el oleaje se alió con el viento y, poco a poco, a pesar de su resistencia, lo fueron empujando hacia la costa de pedregales. El océano le enviaba, a intervalos, rachas de tres olas seguidas que lo levantaban en vilo para dejarlo caer con estrépito tocando casi la arena del fondo, que se cubría con la marea de creciente. El bote, para defenderse, se aferraba con el peso del ancla a la arena movible. Pero a cada altibajo del bote el ancla era arrastrada sin remedio.
De pronto, en medio de ese infierno de agua y viento, llegó el bulto de un hombre en ayuda del bote.
Apareció como un espectro de desesperación arrastrando el rostro iracundo hacia el océano violento. Trató de empujar al bote hacia aguas más profundas. Muy pronto se dio cuenta de la inutilidad de ese esfuerzo. Entonces corrió como un loco tropezando con las olas furiosas que le lanzaban rachas violentas de salitre espumoso y ácido. Recogió, enceguecido, la soga del ancla y, guiándose con ella encontró el ancla. Trató inútilmente de levantarla, pero el oleaje lo arrastraba cuando se sumergía. Regresó al bote y trató de empujarlo por la popa. Era en vano. Las fuerzas del viento eran más poderosas que las de sus brazos. La marea desviaba al bote hacia los lados y, de flanco, lo azotaba con furor.
—¡Mardito viento de mierda! —gritó ron voz ronca.
Decidió subir al bote que no podía dominar debido al desbalance impetuoso. Ya el agua le daba a la cintura, y los ojos inflamados por la sal le ardían como brasas. Cuando logró subir al bote, soltó el canalete que tenía amarrado y, sentándose en la popa, empezó a remar para ayudar al bote y mantenerlo frente al vendaval.
Así pasaron las horas en la inmisericorde furia de la pleamar que se desbordó sobre la costa. Dentro del bote, el viejo mantenía su incansable labor. Remaba con furia cuando las olas empujaban al bote. El ancla, en el fondo, se aferraba a la arena como la garra de una jaiba de hierro.
Cuando empezó la vaciante, ya el viejo estaba cansado. Remaba sin fuerzas. De vez en cuando miraba con ansiedad hacia la costa en inútil espera de ayuda.
De súbito, aconteció lo inevitable: a media vaciante, cuando venía el amanecer con una luz gris, la soga del anda se rompió.
El bote Se encabritó como una bestia herida de muerte. El viejo abrió los ojos con estupor mirando cómo el bote era presa fácil de la marejada que le azotó los flancos.
—¡Mardito viento de mierda!
Rápidamente el bote se acercaba a la orilla pedregosa.
El viejo se tiró al agua que le daba por las rodillas. Así lo mantuvo algún tiempo hasta que las olas de la resaca, de tres en tres, altas, hirvientes, atronadoras, llegaron.
El viejo mantenía el bote aferrado por la popa. Las dos primeras olas levantaron el bote arrebatándoselo de las manos. Tuvo que echarse hacia atrás para que no le cayera encima. La última ola lo levantó en un atronador turbión de arena y espuma, y esta vez lo empujó más hacia la orilla, casi seca por la vaciante. El viejo trató de huir, de apartarse, pero en la premura tropezó con una piedra resbalosa y cayó de bruces sobre la arena. Los brazos tensos sostuvieron el peso del cuerpo tembloroso.
Entonces volteó el rostro hacia arriba y vio cuando la quilla bajaba hacia él, rápido, rápido,
Publicado en: Casa de las américas. Mayo-junio, 1972, año XII, No. 72. La Habana, Cuba.
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