Hoy hemos visto a los niños de la calle en pleno centro de la bulliciosa ciudad, entre la mirada indiferente del mundo y entre lujosos almacenes que exponen en sus escaparates un alto índice de crecimiento económico, de tecnología y de progreso frío sin corazón y sin lágrimas.
Cuando el semáforo puso la luz roja, los niños mendigos con su ajada infancia, se acercaron a los autos detenidos en la coyuntura ardiente del mediodía con su hilera de árboles asmáticos de humo y polvo.
Llegaron a la ventanilla de los autos, unos vendiendo estampitas de santos, lo que quieran dar, dicen desde una niñez de pájaro desvalido.
Otros piden centavos para comer con una voz sin alfabeto y con pena.
Una niña, casi como yo, cargando a un muchachito más pequeño, de la edad de Mochi en tamaño, se acerca a nuestro auto y nos pide pan para su hermanito que no han comido, dice, desde ayer.
Yo sé que esto no resuelve nada, dice el Abuelo, pero toma, niña pobre, y le da un dinero.
Luego echa las espaldas en el respaldar del asiento trasero, se lleva las manos al rostro, ¿qué nos estamos haciendo, qué nos estamos destruyendo, Dios mío? murmura.
Otro niño, que casi no llega a la ventanilla del auto, ve a Mochi sobre mis piernas y su cara sucia se hace alegre, dice que nunca ha tenido un conejito, que por qué no se lo doy de limosna, que lo va a querer mucho, que va a pedir mucha limosna para él, para sus lechugas.
¡No! lo interrumpe otro niño de la misma altura, sin camisa, sin zapatos, ¡No se lo den a él, él ya tiene un osito de peluche que se encontró en la calle, dénmelo a mí que no tengo juguetes!
Llega la luz verde y el auto, conducido por mamá, arranca y, el Abuelo no dice nada, no quiere decir nada con la mirada baja, cayéndosele de los ojos.
Del libro: La balada del conejito gris. Editorial Universitaria. Panamá. 1997.
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