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San Carlos, por
Enrique Geenzier

No lejos de una mar que el viento riza
y a veces enfurece;
cerca a un río que manso se desliza
en el verano, y que en invierno crece
con furia colosal, gentil se mece
lleno de santa paz, con la sonrisa
que lanza al rostro la conciencia sana,
el pueblo hospitalario donde un día
gozara mi niñez pura y lejana
el fruto bienhechor de la alegría.

SAN CARLOS es su nombre bendecido,
que ni el tiempo veloz ni la distancia
sepultaron jamás en el olvido;
porque guarda ese pueblo la fragancia
de los goces risueños de mi infancia
y el acervo de todo lo que ha sido.

¡Ah! cuántas veces por la blanca arena
de sus playas, cogiendo caracoles
de visos tornasoles
se deslizó serena
mi vagabunda planta.
Cuántas veces —furtivo ladronzuelo—
con un arrojo que a esa edad me espanta,
mis pies hollaron el vedado suelo
de los cercados, y con miedo y gozo
a la altiva palmera me subía
o al naranjo fragante y espinoso
y sus sabrosos frutos me comía.
Cuántas veces el dueño del cercado
allí me sorprendía,
y entonces, temeroso, avergonzado,
de su presencia como un loco huía,
dejando algunas veces tras mis huellas
ya un jirón de camisa, ya el sombrero...
¡prendas con que el robado comprobaba
después ante mi madre sus querellas!

* * *

En ese pueblo de casitas blancas
y calles arenosas;
de gentes siempre buenas, siempre francas
y siempre laboriosas,
mi niñez tuvo auroras imborrables,
puestas de sol ardientes y tranquilas
y noches inefables
perfumadas de rosas y de lilas.
No hay sendero, ni loma, ni collado
que no hollaran mis pies siempre andarines
con el placer —a veces no logrado—
de cazar picogordos o bimbines.

Su río sabe de mis excursiones
como ninguno en la tierruca amada:
yo recorrí con alma alborozada
sus cuevas, sus barrancas, sus playones;
y me bañé en sus aguas cristalinas
desnudo como Adán, horas enteras,
y turbé sus remansos y laderas
con risas y con voces argentinas.

* * *

Veinte años hace ya que no le miro.
Pero al verlo una vez, aunque de lejos,
bañado por los últimos reflejos
del sol poniente, me arrancó un suspiro.

La nave que a otro sitio me llevaba,
muy cerca de la costa navegaba...
Tan cerca, que del buque se veía
la gente que en las calles discurría.
Cómo volver a verlo me alegraba.
¡Y cómo mi pasado renacía
viendo su blanca torre que se erguía
en la paz de una atmósfera serena
como la viera en mi niñez lejana
cuando de ensueño azul el alma llena
arrancaba un repique a su campana!

Y —broquel contra el tiempo y el olvido—
tal vez por coincidencia milagrosa,
en ese instante percibió mi oído
la voz de la campana que, armoniosa,
a mi antigua creencia le decía:
"Ve a rezar, hija mía".

Era la voz del Angelus, sonora,
que nunca, nunca percibí tan grata
como en aquella hora
en que su voz de plata
le hablaba al corazón, todo ternuras,
y el alma toda fe, toda fragancia,
de ese pueblo que guarda las locuras
y los goces más puros de mi infancia.



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