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Hay un lucero brillante,
que puntual su disco asoma,
lo mismo que a sus balcones
una romántica novia,
a lucir mil y un donaires
del azul bajo la bóveda.
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Y yo, que los ojos míos,
sedientos de bellas cosas,
elevo siempre a los cielos
en las nocturnales horas,
ya le he tomado cariño
a la encendida corola
del lucero. Y él me mira
con pupila cariñosa,
pues comprende ¿no será?
que mi corazón lo adora.
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Ya me es indispensable
como el aire de la atmósfera.
No sé que serían mis noches
si no viera su radiosa
personita de amorcillo
asomar siempre a esa hora,
a esa hora que bien me sé,
puntualito como novia.
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Lo contemplo largamente
en las nocturnales horas,
como da un beso a una nube,
como suspira a una rosa,
como un sonrís da a la fuente
que tiernamente lo copia;
y como me dice adiós,
coquetón como una novia,
empinadito por verme
en la cumbre de la loma.
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Y me parece el lucero,
en esa escena bucólica,
la imagen exacta y fiel
de esa otra estrella radiosa
que llevo perennemente
de mi espíritu en la comba.
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1924
Del libro: Poesías Líricas, Introflorescencias
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