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Mi Retrato, por
Tomás Martín Feuillet

(Fragmento)

No necesito de espejo
ni cosa que lo parezca,
porque me sé de memoria
mi figura toda entera.

Ya me he visto muchas veces
de los pies a la cabeza
y como nadie conozco
lo que bueno o malo tenga.

Cinco pies y diez pulgadas
hacen mi altura completa:
no soy gordo ni soy flaco,
y es mi tez algo morena.

Mi pelo es castaño oscuro,
fino y crespo en tal manera
que varias ninfas me han dicho
que para sí lo quisieran.

Mi frente es ancha y cual dicen
manifiesta inteligencia;
aunque he visto muchos
burros con frente de a vara y media.

Son mis cejas algo arqueadas,
unidas, del todo negras,
bien pobladas y merecen
las califique de buenas.

No en verdad por la opinión
que yo mismo de ellas tenga
sino porque así me dijo
cierta ocasión cierta bella.

Mis ojos son algo grandes,
pestañas negras los velan,
y sin que en ello repare
todo cuanto pienso expresan.

No se ponerlos en blanco,
ni con ellos hago muecas,
ni ven para siempre al cielo
ni por siempre ven la tierra.

A la cara siempre miran
frente a frente en línea recta,
porque a nadie en este mundo
le tengo miedo o vergüenza.

Su color es casi negro
con muy poca diferencia,
y son, en fin, buenos ojos
cual cierta persona piensa.

Mi nariz, bastante roma
como lo sabes, es fea,
y da bien a conocer
no pende de gran nobleza.

Mi boca es bastante grande
de aquellas de oreja a oreja,
pero mientras no la abro
es un tanto pasajera.

Mi dentadura es ¡Dios mío!
mala por naturaleza;
pero aunque fumo cigarro
nunca está sucia ni negra.

Tengo la barba redonda
y un hoyuelo en medio de ella,
que me han dicho que es bonito
sin que a mi me lo parezca.

Ni patillas, ni bigote
uso jamás, ni chiveras,
porque soy aun más lampiño
que las ranas y culebras.

Mi cara por varias partes
está de picadas llenas,
que son constantes recuerdos
de las malditas viruelas.

Sólo una cosa del rostro
por retratarte me queda;
mas la pasaré por alto
porque no vale la pena.

Basta decirte que tengo
orejas como cualquiera,
y que son cual las de todos
sin notable diferencia.

Mi pescuezo es regular,
es cosa tal cual bien hecha,
mas no llama la atención
ni por mala ni por buena.

Mi pecho es algo elevado
y un gran corazón encierra,
que es ya casi un colador
según le han abierto brechas

con sus ojos seductores
las jóvenes panameñas,
cuyas miradas al alma
como agudos dardos llegan.

Tengo unas manos muy grandes,
tan grandes que me avergüenzan
y no son del todo largas,
sino muy anchas y gruesas.

Son malas como de encargo,
como a propósito hechas,
y más que de caballero
parecen manos de atleta.

Mi pie es chico y arqueado,
sin que por esto me crea
que por ello se enamore
de mí ninguna doncella.

Al caminar se me nota
que medio arrastro una pierna
lo que equivale a decir
que padezco de cojera.

Resultas de que sufrí
una fiebre tifoidea,
a la que grave parálisis
le siguió por consecuencia.

En fin, yo no soy buen mozo,
ni pienses que lo pretenda;
mas tampoco soy muy feo,
es regular mi presencia.

Ya no sé que más decir
y pienso que está ya hecha
mi pintura o mi retrato
(lo llamarás como quieras).

Al hacerlo yo no he usado
ni de orgullo ni modestia
y he dicho lo que he sentido
con mi natural franqueza.

Mi primer retrato es éste,
y para que tu lo veas,
aunque al público le pese
lo planto en “El Centinela”.


Febrero de 1857


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